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COLUMNISTAS
Columna
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Todo por una imagen

Rosa Montero

Leo en un periódico que la policía mexicana "repitió" la liberación de tres secuestrados y la detención de sus captores horas después de que el hecho hubiera sucedido, para que la gloriosa acción pudiera ser grabada por la tele. Llevaron de nuevo al lugar de autos a los delincuentes y a sus víctimas, iluminaron convenientemente el local, se colocaron micrófonos de corbata y, ¡hala!, interpretaron un telefilm de policías y ladrones. Lo que más me asombra de esta historia ridícula es el papel de los comparsas: que los secuestrados se prestaran, que los criminales actuaran. Pero, claro, tampoco hay que olvidar que la policía mexicana suele dar mucho miedo.

Yo también empiezo a estar asustada. Y no de la policía, naturalmente, sino del lugar desquiciado y tiránico que está ocupando la imagen en nuestra sociedad. Somos una generación de mutantes sometidos a unas condiciones de vida que jamás se habían dado con anterioridad. Primero vino el invento de la fotografía y del cine, pero la verdadera revolución fue la televisión. Desde hace cincuenta años, el ser humano vive absorto en una ficción visual. Pasamos tantas horas ante la tele que nuestros modelos del mundo ya no los obtenemos de la experiencia propia y la reflexión, ni de la observación de otros individuos, de nuestros vecinos, de los héroes del barrio o de la comarca, sino de las fantasmagorías en dos dimensiones de nuestras pantallas, de su chisporroteo vacío y su fingimiento.

La imagen siempre ha ejercido un enorme poder sobre el ser humano; y por imagen me refiero a la recreación de lo real llevada a cabo mediante algún artificio. A lo largo de la historia ha habido pinturas y escultura investidas de un carácter sagrado, y obras de arte tan valoradas que, para su confección, no se dudó en destruir el modelo. Siempre recuerdo la asombrosa historia del conde ruso Orloff, que capitaneó las tropas del Zar en la victoriosa batalla naval de Cesme contra los turcos, a finales del siglo XVIII. El pintor Phillip Hackert recibió el encargo de hacer seis cuadros conmemorativos del combate, pero a Orloff no le gustó la manera en que el artista plasmó la explosión de un barco y, para que lo pudiera repetir con más realismo, hizo volar una carísima fragata rusa ante las costas de Livorno. Eso sí que era amor por la pintura. O por la supuesta gloria que ese cuadro podría depararle.

En un libro interesantísimo titulado La obra civil y el cine, de Alejándrez, Magallón, Bisbal y Pereña (Ed. Cinter), en el que se analizan películas famosas a la luz de los elementos de ingeniería que utilizan, me entero de la existencia de otro Orloff moderno: David Lean, el director de El puente sobre el río Kwai (1957), aquel espléndido film, un clásico que muchos hemos visto. Lo que yo no sabía es que Lean se negó a trucar el puente y su voladura, cosa que podía haber hecho perfectamente con la tecnología del momento. En vez de eso, Lean se trasladó a las selvas de Sri Lanka y mandó construir un puente de verdad a una empresa de ingeniería danesa. Se talaron 1.500 árboles y 400 nativos trabajaron durante ocho meses. Levantaron un puente precioso de 120 metros de largo y más de veinte metros de altura sobre el agua. Costó 250.000 dólares y era en aquel entonces la mayor estructura de Sri Lanka. Además, tendió kilómetro y medio de vía férrea. Hecho lo cual, voló todo esto en un minuto para rodar la escena culminante de la explosión. La película me encanta, pero todo esto me resulta inmoral: ese bello puente tal vez hubiera podido servir para el desarrollo del país. El libro no dice qué sucedió con las ruinas. Seguro que lo dejaron todo allí, cegando el río y ensuciando la selva.

De modo que la imagen, ya digo, siempre ha ejercido cierta tiranía sobre los humanos. Pero ahora hemos entrado en otra dimensión. Ahora vivimos ensimismados en lo virtual, como si sólo lo reflejado en las pantallas fuera real, como si la existencia no tuviera enjundia ni valor si no es filmada. Los horarios de los acontecimientos más importantes del mundo (desde los Juegos Olímpicos a las ofensivas militares) se adaptan a las audiencias televisivas. Los políticos se hacen operaciones de estética para dar mejor ante las cámaras. La mayor ambición profesional de la juventud empieza a ser entrar en Gran Hermano. Y los adolescentes, y esto es terrible, torturan animales, o apalean mendigos, o maltratan a otros niños, y lo graban en vídeo con sus móviles. Como si no fueran capaces de sentirse vivos si no se ven en una pantalla. Y como si esta patológica disociación de sí mismos les llevara a una extrema crueldad. No me digan que no es para asustarse.

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