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Columna
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¿Por qué India?

Se puede atacar a la Administración de Bush por múltiples razones. El catálogo de errores es amplio: falta de previsión en Irak; desprecio por los derechos humanos en Guantánamo, Abu Ghraib y Bagram; cuestionables escuchas a ciudadanos americanos en sus comunicaciones exteriores que rayan en la inconstitucionalidad; inoperancia ante el desastre del Katrina, etcétera. Pero hay dos temas en los que George W. Bush ha acertado en la última quincena: la defensa a ultranza del contrato firmado por la empresa Dubai World Ports (DWP), de los Emiratos Árabes Unidos, para gestionar seis puertos de la costa atlántica estadounidense -aunque ha tenido que retirarse ante la rebelión republicana en el Congreso-, y el acuerdo nuclear firmado con India durante su visita al subcontinente asiático la pasada semana. Olvidando torticeramente que el contrato con la empresa de los emiratos árabes, que acaba de comprar la multinacional británica P&O -la de los barcos imperiales de Kipling-, sólo concede a DWP la gestión comercial de los puertos, la aspirante a la nominación presidencial demócrata y senadora por Nueva York, Hillary Clinton, ha iniciado una cruzada para cargarse el acuerdo con el peregrino argumento de que la empresa no puede garantizar la seguridad de los puertos que pretende gestionar. La senadora olvida interesadamente que la seguridad de esos seis puertos, como la de todos los de EE UU, sigue siendo responsabilidad de los servicios federales de seguridad, aduanas, guardia costera, policía de puertos, inmigración; todos coordinados por la nueva secretaría de seguridad interior. Pero el 11-S todavía pesa como una losa en la conciencia americana y, ya se sabe, ¡calumnia, que algo queda!

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En cuanto al acuerdo nuclear con India, Bush ha seguido los pasos de su antecesor, Richard Nixon, cuando sorprendió al mundo con el inesperado reconocimiento diplomático de la República Popular China en 1973. ¿Se podía ignorar entonces la existencia del gigante chino? ¿Se puede ignorar ahora la realidad nuclear india? Es verdad que el Tratado de No Proliferación (TNP) prohíbe la venta de material nuclear a los países no signatarios del mismo (India, Pakistán e Israel). Pero la realidad es que de los 22 reactores nucleares operativos, y hasta ahora no sujetos a ningún control, India se compromete a someter los 14 actuales destinados a usos civiles y los que pueda construir en el futuro a las inspecciones del Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA). A cambio, India se reserva el control exclusivo de los ocho reactores destinados a usos militares. Al club nuclear oficial de los cinco (EE UU, Reino Unido, Francia, Rusia y China) se incorpora un sexto, aunque, de momento, se le haya permitido infringir algunas normas del reglamento.

Y ¿por qué esa mano blanda de Washington con Nueva Delhi se convierte en dura cuando se trata de Pakistán, ya poseedora del arma atómica, o Irán? Aparte de los beneficios comerciales y estratégicos que el tratado firmado por Bush y Manmohan Singh reporta a los dos países, y que cubre todo un abanico de acuerdos desde la defensa al comercio, hay un hecho evidente. India es un país estable -Churchill se equivocó cuando predijo su desintegración tras la independencia en 1947-, democrático, la democracia más poblada del mundo, y con una demografía que sobrepasará a la china en unas décadas. Y, además, su doctrina nuclear, desde que accedió al arma atómica, está basada en dos principios claros y contundentes: no first strike and minimum deterrence, es decir, India nunca atacará primero y su fuerza de disuasión será mínima. Por otra parte, ni siquiera Pekín ha visto el contubernio anti-chino que algunos quieren intuir ignorando la tradición de total independencia de India con relación a la política de bloques. Claro que hasta aquí todo es teoría. Falta un pequeño dato para llegar a un final feliz: que el Parlamento de Nueva Delhi y el Congreso de Washington sancionen el tratado. Y no está nada claro que lo hagan.

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