El castillo
El castillo de Montjuïc, del que se está hablando estos días, es un lugar sumamente interesante, y no sólo por los jardines de alrededor, ni mucho menos por las vidas que allí fueron arrebatadas durante y después de la última guerra civil, ni siquiera, si me apuran, por el desafecto, pobre y apenas visitado museo de la guerra que alberga en pisos subterráneos, en donde hay profusión de armas blancas y de fuego, maquetas, soldaditos de plomo, condecoraciones y fotografías de algunos militares que en esa fortaleza sirvieron. A mí me parece que este museo es pobre, que está desangelado, que encoge el ánimo del que pasea por esos corredores y dependencias frías decoradas con objetos agresivos, pero a no ser que uno sea un pusilánime el lugar es especial y merece la visita, y si la paciencia del lector lo consiente en breve comentaré aquí cosas formidables sobre sus panoplias de espadas. Pese a tal carencia el lugar, decía, es interesante también como edificio, datado en el siglo XVII, reformado tal como lo conocemos a mitad del XVIII, aunque desde mucho tiempo atrás -hay quien dice que desde el siglo XII- está documentada allí una fortificación o una torre de vigilancia o de guaita para enviar a la ciudad señales de humo -durante el día- o de fuego -durante la noche- en caso de que se avistasen barcos pirata. En todo el litoral menudean las poblaciones de tierra adentro, donde los pescadores de la costa se sentían más seguros contra el peligro de las razzias de piratas berberiscos que llegaban navegando a toda vela, saqueaban, violaban, mataban, raptaban y cobraban rescate. Así los de Premià de Mar crearon Premià de Dalt, y los de Arenys, Arenys de Munt. Estas incursiones eran tan reiteradas y dañinas que el emperador Carlos I de España y V de Alemania decidió cortar el mal de raíz conquistando Túnez, que era señalado puerto de piratería en el Mediterráneo occidental. Creo que en Joseph Pérez o en Henry Kamen leí que esa expedición contra Túnez se financió con el oro que Atahualpa pagó a Pizarro por su rescate, aquella habitación llena de oro desde el suelo hasta el techo; el oro llegó a España, sirvió para financiar la flota, se conquistó Túnez con gran esfuerzo, pero el esfuerzo fue en el fondo estéril, pues al cabo de pocas décadas los infieles recuperaron la ciudad y volvieron a sus incursiones. Desde luego, la historia es una sabiduría melancólica, y para colmo sospecho que al final ganarán las fuerzas del mal. Leibnitz decía que siendo Dios por definición infinitamente perfecto, sólo puede querer lo mejor para sus criaturas, y por eso este mundo en el que vivimos es, contra lo que dicen todas las apariencias, el mejor de los mundos posibles; pero a eso alguien le objetó que quizá no fue Dios, sino un malvado demiurgo quien creó el mundo, y lo hizo lo peor que pudo y en realidad estamos en el infierno. Quién sabe. En cualquier caso, la anécdota del oro de Atahualpa ilustra bien por qué incluso en el momento de máximo esplendor de nuestro imperio estaba presente la sombra de su declive, confirmando la letrilla de Quevedo sobre el dinero: "Nace en las Indias honrado, / donde el mundo le acompaña, / viene a morir en España / y es en Génova enterrado".
Hace un par de años asistí en la Universidad Autónoma de Barcelona, en Bellaterra, a la defensa de la tesis doctoral de Damià Martínez Giovanni Battista Calvi, ingeniero de las fortificaciones de Carlos V y Felipe II (1552-1565). Gracias a este trabajo, que naturalmente obtuvo el cum laude y que dentro de pocas semanas publicará el Ministerio de Defensa, me enteré de un montón de detalles apasionantes sobre estos asuntos costeros. En cuanto a las defensas de Barcelona, el Consell de Cent las reclamaba a Carlos insistentemente, y el emperador se avenía a proveerlas, pero ambas partes querían que la otra corriese con los gastos de la construcción. Carlos finalmente se trajo de Italia al arquitecto Giovanni Battista Calvi, el mejor especialista de su tiempo en la ingeniería aplicada a la defensa de las ciudades contra las nuevas armas de artillería. Los cañones hacían obsoleto el castillo típico del medievo, cuya verticalidad, al sufrir el impacto de los proyectiles y derrumbarse, multiplicaba el daño en vez de paliarlo. Contra ese problema Calvi proponía murallas en terraplén, contra las que los proyectiles impactaban en ángulo, los rellenos de arena que amortiguan los impactos, los fosos y baluartes. De todas esas innovaciones el castillo de Montjuïc es un ejemplo característico y elegante. La ciencia de Calvi trajo sosiego a Barcelona, proyectó el bastión de las Atarazanas y renovó y modernizó las defensas de Baleares y el litoral mediterráneo, Mahón, Palma de Mallorca, las murallas de Ibiza, Perpiñán, Rosas, Barcelona, los Alfaques, Gibraltar, Cádiz, además de A Coruña, y de Orán y Mazalquivir, que eran plazas españolas en el norte de África.
Fue un hombre del Renacimiento en todos los sentidos; un sabio, un lector de Dante, con cuyos versos trufaba sus cartas, y un hombre que ya llegó enfermo y fue de mal en peor, hasta el extremo de que hubo que trasladarle de Cartagena a Valencia en silla de manos, para que no tuviese que andar, montar a caballo o someterse a las sacudidas de los carromatos; pero allí donde llegaba se le recibía con júbilo, pues traía consigo la seguridad. Calvi añoraba su querida Italia y suplicaba continuamente la venia para regresar, pero el emperador, con buen criterio, no se la daba. Murió en España. Damià Martínez ha encontrado su testamento en la Casa de l'Ardiaca; en él comenta su sospecha de haber dejado en Siena, 15 años atrás, a una mujer embarazada, y lega una dote al posible hijo para el caso de que quiera casarse.
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