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Columna
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Parquímetros, sí

Ahí estaba Juan Urbano, absolutamente en plan él, con un libro de Jürgen Habermas en la mochila, las dos sílabas del nombre de su amor redoblando en su cabeza como una campana azul y viendo demoler las tres plantas exteriores del horroroso aparcamiento de la plaza de Santo Domingo, donde dentro de poco habrá doscientos coches menos y, en teoría, tres mil quinientos metros cuadrados de zona ajardinada. Aunque, la verdad, de eso último tampoco podía esperarse un Mato Grosso, porque Juan se había dado cuenta de que para el actual Ayuntamiento una zona ajardinada son cuatro macetas con arbustos, tres papeleras y dos quioscos, pero en fin. En cualquier caso, era un gusto ver caer desde su torre de fealdad a ese King Kong de cemento que siempre había considerado una de las cosas más desagradables de Madrid y que le había hecho preguntarse millones de veces por cómo sería la vida de los vecinos de ese lugar, siempre viendo desde sus ventanas un todoterreno que rodaba a veinte metros del asfalto, un tubo de escape que soltaba mecánicas bocanadas de cáncer de laringe y un montón de personas que miraban hacia atrás con esa cara de cazador que apunta a su pieza que se nos pone a todos mientras aparcamos. Juan, que como ustedes saben es un hombre de mente asociativa, se acordó de un profesor norteamericano al que una vez oyó disertar sobre la perfecta ordenación del mundo que se mostraba en los libros del maestro de la generación del 27 Jorge Guillén, y concretamente en un poema "en el que, como puede rápidamente apreciar el lector, el cielo está arriba y la tierra ¡debajo!" Pues mira por donde, lo que entonces le pareció un delirio de hispanista, ahora cobraba sentido, y tal. Porque, ¿se imaginan? De pronto, esa gente de la plaza de Santo Domingo podrá volver a saber, igual que todo el mundo, que en una ciudad los coches van por abajo y los pájaros por arriba. O sea, que muy bien, porque seguro que no era nada agradable mirar al cielo y verle los bajos a un Land Rover.

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Mientras desayunaba en su bar de todos los días y le echaba un vistazo a los principios de la pragmática universal de Habermas, intentando masticar junto a los churros una frase en la que se hablaba de cómo "la lingüística estructuralista delimita su ámbito objetual atrayendo las propiedades pragmáticas del lenguaje, pero sin ver la conexión constitutiva que se da entre las operaciones generativas de los sujetos capaces de hablarlo", Juan volvió a oír en la memoria a alguna gente que lamentaba el desmantelamiento del maldito garaje: ¡y dónde iban a dejar ahora sus coches? Una opinión que, de alguna manera, coincide a grandes rasgos con la de las personas que protestan por la instalación de parquímetros en diecisiete nuevos barrios de la capital, con perdón. "A lo mejor", intentó ponderar Juan Urbano, "si de lo que estamos hablando es de dinero, y si de verdad lo que le preocupa a las autoridades municipales es reducir el tráfico y no de recaudar más con los estacionamientos de pago y las multas, lo que podría hacerse es quitar de algún otro sitio lo que se suma por éste. Por ejemplo, ¿y si a la vez que se ponen los parquímetros se baja un poco el impuesto de circulación? Pues eso, que así de fácil". Y de difícil, porque hay por ahí concejales a los que la palabra "rebaja" les produce fiebre de cuarenta grados y dolor en las articulaciones, como si sus cinco letras fueran cinco de esos mosquitos que contagian a sus víctimas una enfermedad llamada ni más ni menos que chikungunya y que ahora está arrasando Madagascar, las islas Mauricio, Reunión, Seychelles... Un desastre.

Porque el hecho de que Madrid necesita tomar medidas contra la circulación es obvio. Y es de suponer que esos ciudadanos que arrancan y derriban los parquímetros sobre las aceras como si aplastasen con las manos a uno de esos mosquitos que propagan la chikunguya, lo que quieren es no pagar más.

"Vale, pero si es cierto que esas máquinas logran que cada día entren veinticinco mil coches menos en el centro de Madrid, yo estoy dispuesto a apadrinar una", se dijo Juan Urbano. Eso sí, añado yo, lo que sería estupendo es que además del impuesto de circulación bajaran también el precio del transporte público, en lugar de subirlo más y más; ya no sabe uno a qué carta quedarse. Recaudar y solucionar problemas, dos elementos básicos de todo buen Gobierno. Ninguno de los dos funciona solo, pero juntos son una maravilla.

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