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Reportaje:GRANDES REPORTAJES

El precio del lujo

Eugenia de la Torriente

La industria del lujo se frota las manos. Los gráficos de beneficios vuelven a apuntar al cielo. Los mercados emergentes (China, India y Rusia) se expanden y llegan al lujo dispuestos a comprarlo todo. A cualquier precio. Para una industria que mueve más de 100.000 millones de euros, los buenos tiempos han vuelto.

Así se afirmó, al menos, el pasado mes de diciembre en la conferencia anual sobre la cuestión que organiza el diario International Herald Tribune. "La industria del lujo se ha recuperado en los últimos tres años y está en ascenso", declaró Michael Zaoui, jefe de compras y fusiones europeas en Morgan Stanley, desde la tribuna de los conferenciantes del hotel Park Hyatt en Dubai. Tras la crisis provocada por el 11-S, la neumonía asiática y la guerra en Irak, se vende más y mejor, según Zaoui. Porque, tal como había explicado Giorgio Armani el día anterior: "Los productos que desaparecen de las tiendas con más rapidez son los más caros".

Definamos caro. El vestido de Chanel que ilustra esta página cuesta más de 15.000 euros. Y no es una pieza de alta costura. Pero hay quien está dispuesto a comprarlo. Así de claro lo tiene la marca: "Se está desarrollando un tipo de cliente que quiere productos únicos, así que en nuestras colecciones normales, de prêt-à-porter, introducimos más y más piezas caras. Estamos seguros de venderlas, porque no observamos ninguna resistencia al precio en la franja más elevada".

A algunos (pocos) no les importa. El resto del mundo tal vez se pregunta por qué. "El precio de un producto de lujo es su coste con un margen añadido que será mayor o menor en función de su exclusividad. Es muy difícil pensar que existe una relación directa entre el coste y el precio final. Los marcajes se sitúan por encima de seis veces el coste y pueden llegar a alcanzar las nueve. Además, hay que tener en cuenta que los atributos meramente funcionales en un producto de lujo son subsidiarios a los intangibles (el valor de la marca) o los situacionales. Por ejemplo, si puedo exhibir el producto en una fiesta, el marcaje es más alto", explica José Luis Nueno, profesor de marketing del IESE, en Barcelona.

En 2002, The Economist publicaba que firmas como Gucci, Cartier o Louis Vuitton tienen márgenes de beneficios de cerca del 70%. Obviamente, las marcas rechazan especificar cuáles son, aunque los expertos señalan que en España rondan el 60% en una fragancia, el 80% en cosmética, entre el 40 y el 60% en moda y marroquinería, y el 30% en joyería con piedra. Pero, nunca mejor dicho, no es oro todo lo que reluce. "Éste parece un negocio con márgenes exorbitantes, pero aun así hay muchas empresas que pierden dinero", explica Michael Chevalier, profesor del Instituto Superior de Marketing de Lujo (París) y director de Industria del Lujo en el Executive MBA en Empresas de Moda del ISEM (Madrid): "En Francia, casi la mitad de las empresas de lujo son deficitarias. Tienen muchos gastos altos y fijos, y eso hace que tengan un punto muerto [nivel de ventas a partir del cual empiezan a obtener beneficios] muy alto. Es decir, que hay que vender mucho para ser rentable".

Paradójicamente, las empresas de lujo, el emblema de lo elitista, deben preocuparse de llegar a las masas. De vender planetariamente, como cualquier cantante pop. Y, sí, hablamos de masas: según el estudio RISC 2000, el 60% de los norteamericanos, europeos y japoneses son compradores, al menos ocasionales, de una marca de lujo. Aunque, desde luego, no se pelean por vestidos de 15.000 euros. Ni falta que hace. "Hay que tener en cuenta que, por un lado, está el precio de un producto emblemático y, por el otro, el de los productos menores, como la seda, las fragancias y la pequeña marroquinería", razona Nueno. "Éstos tienen precios menores, pero marcajes muy altos. Por ejemplo, un clip para llevar el dinero de Vuitton. Uno de los productos más baratos con los que se puede entrar a la marca. Puede costar 150 euros, aunque su coste puede estar por debajo de los 10. El desembolso se hace hoy en buena medida en productos menores, estamos ante un lujo accesible, es decir, que puede llegar a más gente".

Una mañana de martes en los Campos Elíseos. Aquí abrió Vuitton en octubre la que es su tienda enseña. Nada menos que 1.800 metros cuadrados concebidos por los arquitectos Eric Carlson y Peter Marino, y repartidos en varios niveles y estancias para no perder cierta sensación de intimidad al tiempo que sentir la experiencia Vuitton de forma total. Como en un parque temático. Del bolso de cocodrilo hecho sólo bajo pedido hasta el clip para el dinero, pasando por joyas, relojes, ropa… Una pequeña multitud serpentea, sin gritos ni carreras, entre las estanterías y admira las obras de arte (una instalación, un vídeo, una fotografía) que salpican el paseo. Vuitton ha concebido incluso un Bag bar que viene a ser a la compra de marroquinería lo que las tapas a la restauración: una barra en la que acodarse, y picotear todo lo que entra por los ojos. Ejercicio deliberado de lujo aperturista por parte del líder del mercado, con una facturación anual de más de 1.500 millones de euros. La joya de la corona de Bernard Arnault. Una marca que tiene mucho que ver con la cifra récord de ingresos del primer grupo del sector, LVMH, en 2005: 14.000 millones de euros, un 11% más que el año anterior. Una marca que, por sí sola, vale 16.077 millones de dólares, según un estudio de Interbrand publicado en 2005 por BussinessWeek. Más que Honda, Pepsi o Volkswagen.

Un brillante presente cimentado en un sólido pasado. Ésa es la fórmula del éxito en el negocio más exclusivo del mundo. A finales de 2005, el International Herald Tribune difundió los resultados de un estudio que trataba de esclarecer qué hacía latir el impulso consumista del cliente de este sector. El ADN del lujo era una iniciativa de una organización de empresas británicas, Walpole, y concluía que lo que le importa es "el alma de la marca, la historia, el mito y la leyenda", así como "la calidad y rareza del producto". Hasta ahí, nada sorprendente. Pero el informe incluía también un curioso experimento. Se había presentado un folleto sobre un moderno reloj de lujo chino, llamado Kang Xi en honor de un emperador del siglo XVII. Producto que no existía, pero al que le inventaron una historia completa. El folleto indicaba que su precio era de 10.000 dólares. Casi ninguno de los sujetos se interesó lo más mínimo por el producto. Los relojes de lujo vienen de Suiza, no de China, dijeron.

Así que la reputación y la tradición cuentan. Y hay que difundirlas y alimentarlas. Algo que Vuitton tiene bien claro. Por eso ha convertido la que fuera casa familiar y taller en Asnières, a las afueras de París, en un museo que exhibe algunas de las maletas más emblemáticas y originales hechas por la marca a lo largo de sus 150 años de historia. Asnières, inaugurado en 1859, sigue siendo el taller estrella de los 13 que ahora tiene la firma y está encantado de mostrar sus impolutas entrañas al visitante. Aquí se realizan los bolsos más exquisitos, los pedidos especiales y los complejos baúles. El carpintero por cuyas manos pasan todos los cajones Vuitton lleva 41 años trabajando en una habitación acristalada que recibe al visitante a la fábrica. Él es uno de los 220 artesanos que aquí trabajan. Para preparar su relevo pasará tres años transmitiendo sus conocimientos a su sustituto, un joven fornido que carga con suaves planchas de madera rosa. En Vuitton se precian de la longevidad de sus empleados ("hay un porcentaje muy alto de gente que lleva con nosotros más de 20 años", explica la encargada de las visitas) y se enorgullecen de mostrar el primoroso proceso de fabricación de sus bolsos, que, incluso en la producción seriada, incorpora mucho trabajo manual. "Los precios de Vuitton son justos, porque en cada producto de la marca están contenidos 150 años de calidad y artesanía", argumentan.

"Asociamos precio con calidad, pero si tienes un producto caro y la calidad no acompaña, la gente no recompra", apunta la profesora Elyette Roux, autora, junto a Giles Lipovetsky, del libro El lujo eterno. "Y un determinado precio, además, obliga a un servicio asociado: el paquete, la bolsa, el anuncio… También se pide calidad en el punto de venta, y eso cuesta dinero. Por ejemplo, Vuitton tiene que entrenar a sus dependientas para que no separen la L y la V al empaquetar. Forma parte de la experiencia que uno espera obtener al pagar una determinada cantidad".

Pero el mito de la calidad e historia debe convivir con el cambio de paisaje que ha conocido el sector. La democratización del lujo. Tradicionalmente, sus consumidores eran un grupo cerrado, formado por occidentales y japoneses. Fue la era del lujo exclusivo, y sus clientes, que los expertos llaman happy few (felices pocos), grandes seguidores de una marca a la que profesaban larga fidelidad. Gente rica. Muy rica. De la que, por cierto, cada vez hay más en el mundo. Según datos del banco de inversiones Merrill Lynch y la consultora Cap Gemini Ernst&Young, en 2004 había 8,3 millones de hogares con activos de más de un millón de dólares. Un 7% más que el año anterior.

Pero con la explosión del sector a partir de mediados de los años ochenta se generaliza la aspiración a lo lujoso. Y aparece un nuevo perfil. Gente que compra seda, perfumes, cosméticos, marroquinería u otros productos ostentosos de forma puntual. Infiel. Están de excursión en el mundo del lujo: entran y salen de él para ir, tal vez, al extremo opuesto: H&M, Zara o Mango. Son los happy many (felices muchos). Un esquema al que se incorporan ahora los países emergentes -Rusia, India y China-, sobre todo, China. Merril Lynch estima que los consumidores chinos son ya responsables del 11% de los ingresos mundiales de las firmas de lujo y que para el año 2014 llegarán al 24% y serán el principal mercado mundial, por delante de estadounidenses y japoneses. "Los países emergentes entran directamente a la categoría de los happy few y buscan el logo vistoso", afirma Nueno. Y continúa: "Estábamos en una fase en la que una persona con dinero no quería ir sobrecargada de logos, buscaba algo más sutil. Pero éstos han entrado en una forma más inmadura de concepción del lujo y buscan con él señalizar que son ricos, que han llegado. Así que ahora tenemos dos ideas de lo ostentoso. Una, recargada, ejemplificada por marcas como Roberto Cavalli o Dolce&Gabbana. En ella, la tolerancia a pagar un precio alto es más elevada. La otra, más discreta, de marcas como Armani. Y las empresas viven en una encrucijada: si siguen al cliente tradicional o al nuevo".

"Cuesta mucho ganar dinero, y en Europa la gente mira bien cómo se lo gasta". Habla Luis Sans, gerente de Santa Eulalia, una exquisita tienda barcelonesa que vende firmas como Brioni, Versace o Lanvin. "En países emergentes, o en los árabes, con ricos que casi no saben qué hacer con el dinero, es otra cuestión. Pero en Europa no existe ese consumo tan exagerado. Por eso, cuando elegimos las piezas para la tienda tenemos en cuenta el precio, aunque no es lo más importante. Primero decidimos qué nos gusta. Lo que no nos gusta no lo queremos a ningún precio. Ni barato ni caro. Ahora, de lo que nos gusta, si el precio es bajo, compramos más cantidad. Si es alto, menos, porque habrá menos clientela. Y si es carísimo, no lo compramos".

Es importante la precisión. Porque es innegable que los cantos de sirena del lujo no seducen a todos. Al menos, no a cualquier precio. Según el estudio FashionPANEL de TNS Worldpanel, en 2004, más del 35% de las decisiones de compra de ropa en España se realizaron en función del precio. De hecho, durante ese año se pagó menos por la mayoría de productos que en 2003. La compra de objetos rebajados supuso casi el 40% del volumen del mercado y aportó el 35% de la facturación al sector textil.

Es la filosofía que está detrás del éxito de los outlets. Tiendas con productos de prestigio (de acuerdo, no de lujo) a mejores precios. Tiendas a las que, según la misma fuente, acudieron en 2004 el 5,3% de los consumidores en España. Nada menos que 1.816.000 individuos. Frente a ellas, comercios como Santa Eulalia, que esta temporada estrena relaciones sentimentales con Balenciaga, Stella McCartney o Marc Jacobs. En términos de flirteo define Luis Sans la relación que locales como el suyo, multimarca, establecen con las firmas de lujo. Porque funcionan como su escaparate de imagen en aquellos lugares en que no disponen de tiendas propias. Y se cuidan de elegirlos bien. "Van a un mercado tan exclusivo que pueden tener cinco o, como mucho, diez puntos de venta en España", dice Sans. "Es importante que la distribución sea tan exclusiva como el producto. Es como un noviazgo. Nosotros nos acercamos y les mostramos nuestro interés, y ellos deciden entre las propuestas que reciben. Para una ciudad como Barcelona eligen sólo un cliente. En nuestro caso valoran la localización, la trayectoria, la imagen y la selección de otras marcas. Les gusta estar bien rodeadas". Una red propia, con espacios faraónicos en las calles más caras del mundo, significa un riesgo y un desembolso notable. Pero, según The Economist, el 80% de los productos de Gucci o Hermès se venden así. Vuitton, de nuevo la referencia, sube el porcentaje hasta el 100%. Es la estrategia de los que más ganan y la que persiguen los que todavía no lo hacen. Porque significa controlar toda la cadena. No renunciar a ningún margen y no depender de nadie. Yves Saint Laurent, la marca por la que el Grupo Gucci desembolsó 1.000 millones en 2000, ha dejado de tener una fecha límite para dejar de generar pérdidas, pero tiene una idea clara de cómo conseguirlo: "En los últimos cinco años se ha establecido como marca de lujo de prestigio, ha desarrollado sus accesorios y ha construido una red de tiendas directamente operadas en las mejores localizaciones. Tiene un potencial de crecimiento fantástico", declaraba Robert Polet, presidente y consejero delegado del Grupo Gucci, el pasado junio.

Porque en este negocio, mirar a la competencia no es una anécdota. Menos aún para fijar el precio. Aunque hay marcas que miran y otras a las que miran. "Cuando se desarrolla un producto, se analiza a cuánto vende la competencia y, a partir de eso, se fija un coste máximo", explica Chevalier. "Cuando hay un desfase entre el coste meta y el que hemos conseguido tenemos dos opciones: bajar costes o subir el precio final. Hay marcas que se pueden permitir eso, pero otras no. Si yo soy un competidor débil y me coloco al precio de Hermès, no voy a vender nada. En cada país cambian las marcas de referencia. En España, para bolsos es Carolina Herrera. Y una marca que salga ahora al mercado tiene que ver si se coloca por encima o por debajo de ella. En Francia hay que regirse por Hermès y Dior". "Cuando Boucheron empezó a extender su marca hacia los perfumes, estudió a qué precio estaba vendiendo sus fragancias Cartier y vendió más caro. Observas al líder y te coloca al mismo nivel o por encima (si quieres ser más exclusivo) o por debajo (si quieres ser más masivo)", confirma Roux. "Pero hay marcas que no tienen que fijarse en sus competidores: para Chanel, el precio no es un problema, porque la gente seguirá pagando por sus productos. Se realizó un estudio, por ejemplo, tomando objetos de Chanel y de otras marcas y quitándoles las etiquetas y logos. Al poner la etiqueta de Chanel sobre un objeto, inmediatamente la gente estaba dispuesta a pagar mucho más. Lo que fuera, en algunos casos".

En el discurso del marketing se filtra, al final, una duda casi trascendente. Metafísica en el billetero. ¿Somos racionales o irracionales frente al lujo? Una dialéctica con dos posiciones teóricas enfrentadas que el sociólogo Guillaume Erner resume en su libro Víctimas de la moda, recientemente editado en castellano por Gustavo Gili. A un lado, Thorstein Veblen, un sociólogo que a principios del siglo XX desarrolló la tesis del "derroche ostensible" y la "cultura pecuniaria", en la que la belleza de un objeto se mide en función de su precio, y el gasto ostentoso es una evidencia del éxito. Es decir, que al hombre le satisface, tenga mucho o tenga poco, despilfarrar y que se note. Al otro lado, Georg Simmel, sociólogo y filósofo alemán. Simmel defendió la sensatez humana ante, por ejemplo, la moda y afirmó: "Cuanto más rápido cambia, más deben bajar los precios". Según Erner, esta regla explicaría por qué la aceleración de los ciclos de moda ha provocado la democratización de las tendencias (esto es, la aparición de Zara) y el éxito del lujo: "No es que la gente adore derrochar, es simplemente que el lujo se ha popularizado".

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