El penúltimo 'western'
Leo en este periódico una crítica de Mirito Torreiro en la que se afirma que Brokeback mountain -la historia de amor de dos cowboys que acaba de filmar Ang Lee- es la mejor película norteamericana del año y salgo pitando hacia el cine más próximo, pero cuando estoy a punto de comprar la entrada me asalta una duda espantosa: Dios santo, ¿pero qué hago yo yendo a ver una película sobre dos vaqueros maricas? ¿Me habré convertido en un peligroso homófobo a la inversa? ¿No me estaré volviendo un santurrón de la corrección política? Los géneros tienen sus reglas, y nadie se las puede saltar a la brava sin incurrir en la estupidez o en el ridículo, porque, mucho antes que la sorpresa de la novedad, lo que esperamos de ellos es la confirmación de una expectativa: cuando uno va a ver un western tiene derecho a una buena dosis de virilidad, de tipos duros, de frases que siempre hemos soñado con decir y nunca diremos, de coraje, de violencia y de intemperie. ¿Acaso iría a ver una película sobre dos vaqueros pusilánimes encerrados en una oficina? Stendhal repetía que la introducción de la política en las novelas tenía el mismo efecto que un disparo en medio de un concierto. ¿No tendrá el mismo efecto la introducción de dos cowboys homosexuales en un western? Dios santo, me repito: ¿qué pensaría John Wayne si me pillara entrando a ver esta película? ¿Y Clint Eastwood? Me salgo de la cola y empiezo a dar vueltas alrededor del cine.
Tratando de calmarme, pienso en el western. Pienso que no hay ningún género cinematográfico que me guste tanto como el western. Pienso que si me obligaran a elegir las diez películas que más me han gustado en mi vida, por lo menos cinco de ellas serían westerns. Pienso que la primera película que vi en mi vida era un western (Los cuatro hijos de Katy Elder) y pienso que la última que me gustaría ver también es un western (El hombre que mató a Liberty Valance). Y entonces me acuerdo de una historia que le oí contar a Clint Eastwood. Ocurrió en 1975, durante el rodaje de El último pistolero, una película de Don Siegel protagonizada por John Wayne. Cuando se disponían a rodar una escena en la que Wayne debía disparar a un hombre por la espalda, el actor le dijo al director: "No voy a hacer esa escena". "¿Qué?", preguntó Siegel, perplejo. "Que no voy a hacer esa escena", repitió Wayne. "Yo no disparo a un hombre por la espalda". Siegel sonrió, le dijo al actor que él no iba a disparar a nadie por la espalda, que aquello era sólo una película, que la escena era capital en el guión y que tenía que filmarse. Wayne volvió a negarse. Furioso, Siegel gritó que si no filmaba aquella escena, el productor los colgaría a los dos, que la película se iría al garete, que Wayne era un viejo acabado y que nunca volvería a hacer una película, que era la única cosa que sabía hacer. Wayne permaneció imperturbable. Por fin, desesperado, Siegel disparó el último argumento sin compasión que guardaba en la recámara. "Clint Eastwood lo haría", sentenció. Wayne fulminó a Siegel con la mirada, pero por un instante pareció acusar la humillación. Por entonces Eastwood ya era casi el tipo más duro del cine; el más duro era, por supuesto, John Wayne: tenía 73 años y se sabía, en efecto, viejo, acabado y enfermo; no es imposible que en aquel momento pasaran por su mente las 50 películas que había filmado, el puñado de maravillas que nos dejó y sobre todo su leyenda incomparable de nobleza y de valentía. Lo cierto es que tras un silencio contestó: "No me importa lo que haga ese chico. Yo no disparo a un hombre por la espalda". La escena no se rodó. El último pistolero fue un fracaso y fue la última película de John Wayne; murió al cabo de cuatro años.
La anécdota es más reveladora que cien biografías de John Wayne, quien al final de su vida ya era incapaz de distinguir su persona de su personaje y por eso acabó convertido en un loco que se creía John Wayne; también es más reveladora que cien tratados sobre el western. No hay ningún género al que se le hayan extendido tantos certificados de defunción. En los años sesenta parecía un género sin futuro, pero fue entonces cuando John Ford filmó su obra maestra absoluta -Liberty Valance- y cuando Peckinpah, Leone y compañía lo revitalizaron por la vía de arrancarle el corazón y las entrañas (y ésa es la otra razón por la que Wayne no podía disparar por la espalda: había nacido con el western heroico de Ford y quería morir con él); en los noventa era un género muerto y enterrado, y vino Eastwood y levantó en Sin perdón su elegía y su mito. ¿Y en el siglo XXI?
Tranquilizado, caminando como si yo fuera John Wayne, entro a ver Brokeback mountain. Las tres novelas mayores de Stendhal están saturadas de política, como conciertos interrumpidos a tiros, y no por eso dejan de ser tres de las mayores novelas que se han escrito. Además, cuando de géneros se trata no hay nada más difícil ni más satisfactorio que asistir al mismo tiempo a la confirmación de una expectativa y a la irrupción de una novedad: en Brokeback mountain hay todo lo que uno espera de un buen western, pero también hay otra cosa. Ese suplemento inesperado es el signo inequívoco de las grandes películas. A Clint Eastwood le ha gustado. Doble contra sencillo a que a John Wayne, esté donde esté, también.
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