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Columna
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Los niños que pegan a los padres

Niños que pegan a sus padres, alumnos que acosan y abaten a sus profesores, adolescentes que roban, destruyen e incendian para pasar el rato, todos ellos tienen en común la pertenencia a un mismo sistema. No se trata de que las cosas, incluso la gran mayoría de las cosas, vayan en nuestra época de mal en peor sino que van de aquí para allá, de un sistema al otro.

Si los padres y maestros no ejercen ya la autoridad con la ayuda de la fuerza física, ¿no será lógico esperar que la ausencia de este importante factor derive en otra clase de equilibrio? Cuando los mayores azotaban libremente a los menores era impensable que los menores les devolvieran ese trato. La violencia se hallaba en manos exclusivas de un poder categórico, unívoco y unidireccional.

El antiautorismo que, como progresismo, se filtró, no obstante en la mayoría de las instituciones a partir de los años sesenta, aumentó tanto los grados de la democracia y derechos individuales como debilitó las reglas del orden tradicional. A la moral absoluta sucedió una constelación moral y al dogmatismo severo el relativismo dulce.

Con eso fue más fácil la convivencia entre credos pero también más usual la indiferencia. A la convicción sucedió el placer de la degustación y a la idea de toda la vida el cambio de fe. El sistema resulta ahora menos espeso que antes, se circula mejor y los valores mutan con fluidez incomparable. Como correlato, se vive en una confortable lasititud y, simultáneamente, bajo la amenaza del magma o los amorfismos.

Recientemente se han distribuido varios libros y otras tantas películas de gran aceptación pública (desde Los dos lados de la cama a Manuale d'amore, desde aquél Días de fútbol a ésta Lucía Etxebarria de Ya no sufro por amor) en donde cunde la idea baumiana del "amor líquido". Lo líquido posee la indudable ventaja de que resbala mejor y se evapora antes. En vez de desgarrarse las entrañas por una separación sentimental, la nueva relación amorosa, más fluidificada, mitiga el padecer trágico.

Todavía los maridos matan a sus mujeres y las mujeres a sus maridos pero, gracias a la difusión de un amor más ligero, las relaciones conyugales irán dejando de traducirse en lápidas. Nos espanta que, en 2005, se hayan presentado más de 6.000 denuncias de padres maltratados por hijos de entre los 14 y los 18 años. Pero ¿cuántos millones de niños no serían maltratados hace cincuenta años cuando esa sevicia venía siendo enseñada, recomendada y aplaudida?

Los padres o los educadores se escandalizan de la falta de disciplina y sentido del esfuerzo en la juventud actual pero precisamente la virtud del sacrificio y de la abnegación previa son incompatibles con el vigente sistema de prosperidad y la compra inmediata.

La cultura burguesa del ahorro, proyectada a su vez en la virginidad de la mujer o en la represión sexual generalizada, ha sido reemplazada por la cultura del consumo. Ahora la energía del crecimiento no procede decididamente del ahorro o la contención sino de la extraversión y el gasto. Paralelamente, no es la energía del sacrificio sino la energía del placer la que orienta a las crecientes y decisivas industrias de la comunicación y el entretenimiento.

No ha desaparecido; se ha cambiado de sentido. No han claudicado los pilares fundamentales; ha cambiado la arquitectura de los cimientos. ¿Pero que un hijo pegue a un padre no es una transgresión total? A todo el mundo repugna pero ¿quién duda de que ni los hijos ni los padres son hoy las figuras de la antigua condición relacional?

Hasta hace poco se hablaba sólo de la descomposición de la familia pero, evidentemente, esa desarticulación no podía dejar invariados a sus componentes. El coste emocional y social ha sido formidable pero ¿cuántos desearían regresar al mundo del patriarcado, de todos modos irrepetible? Lo común en los periodos de cambios sustantivos, como los de estos años, son los vanos y aparatosos gestos de clamar al cielo. Pero también forma parte de lo más simple. Y de lo más reaccionario. La revolución empieza siempre por conocer y reconocer el patio.

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