Entre la cartilla sanitaria y el liberatorio
Cárceles especiales, reglamentos, prohibiciones y tolerancia marcan la historia de la prostitución en España
Persecución. Tolerancia. Reglamentos. Clandestinidad. La prostitución ha tenido diferentes tratamientos en España, pero algunos aspectos se mantienen tan vivos ahora como hace siglo y medio. "El debate actual a raíz de la iniciativa catalana [de regular la prostitución voluntaria] tiene algo de vuelta al pasado. Encuentro los mismos argumentos de antaño", afirma el historiador francés Jean-Louis Guereña, autor de La prostitución en la España contemporánea. "Reaparecen ahora los planteamientos sanitarios y de visibilidad que recomendaban encerrar la prostitución en un espacio especializado, un burdel. Ya se manejaban a comienzos del siglo XIX", añade este catedrático de Civilización Española Contemporánea de la Universidad de Tours (Francia).
En 1941 volvió a reglamentarse el burdel, lo que se mantuvo 12 años Hasta 1967 existió una prisión para prostitutas en Alcázar de San Juan
Hasta 1967 existió una prisión para prostitutas en Alcázar de San Juan
"Se permite a las rameras toleradas salir de su casa durante el día, pero sólo para atender a sus negocios, si los tienen, de ningún modo para pasear por las calles. Las salidas de día han de hacerlas en traje decente, con exclusión de los que por su rareza o deshonestidad puedan causar escándalo". "Durante el paseo no se permite a las prostitutas ir más de dos juntas, ni detenerse, ni menos sentarse en las calles y plazas". Son dos artículos de uno de los reglamentos sobre prostitución que comenzaron a florecer en España a mediados del siglo XIX en municipios y provincias. Forman parte de las abundantes citas que recoge Guereña en La Prostitución en la España contemporánea (Marcial Pons Historia, 2003). "Los reglamentos establecían dos requisitos: el control sanitario, generalmente con una cartilla, y el empadronamiento o censo de prostitutas", explica el catedrático, hijo de un maestro español exiliado.
A ese reglamentarismo, que se prolongó hasta 1935, contribuyeron mucho las doctrinas higienistas, más preocupadas por los problemas de salud que por cuestiones de moralidad. "Su apuesta era que con los reglamentos se podría controlar a las prostitutas, a las que consideraban las únicas culpables de propagar las enfermedades venéreas. Defendían que de esa forma disminuiría la incidencia de esos males", relata Guereña. "A finales del siglo XIX se extendieron los servicios de higiene especial para las prostitutas e incluso se estableció una fiscalidad para ellas destinada a cubrir los gastos de sus controles sanitarios. A comienzos del siglo XX, los ingresos superaban tanto a los gastos que esos fondos se utilizaban también para otras cosas", prosigue.
El abolicionismo de la prostitución, que en el siglo XIX había tenido entre sus defensores "a Concepción Arenal, los protestantes y los masones", según Guereña, cuajó en la Segunda República. Al poco de proclamarse, el penalista Luis Jiménez de Asúa y destacados médicos comenzaron a trabajar en pro de un decreto abolicionista que finalmente no llegó a aprobarse en las Cortes. Hubo que esperar hasta el Gobierno derechista de la CEDA: en junio de 1935, el ministro de Trabajo, Sanidad y Asistencia Social, Federico Salmón Amorín, firmó un decreto que suprimía toda la reglamentación oficial sobre la prostitución. El ejercicio dejó de ser "medio lícito de vida". Se obligaba a las personas con enfermedades venéreas a recibir tratamiento y al Estado, a facilitárselo de forma gratuita. Se suprimieron los reconocimientos médicos periódicos para las prostitutas que dejaban de estar obligadas a tener una cartilla sanitaria, recoge Guereña.
"El decreto abolicionista no tuvo eficacia. No se dispuso del aparato necesario para acabar con la prostitución. Además, llegó la guerra, una coyuntura en la que la sexualidad adquiere aún más protagonismo", relata el historiador. Durante la contienda, "la prostitución y la propagación de las enfermedades venéreas se hicieron ostensibles y se convirtieron en temas clave de las normativas sociales y sanitarias", escribe Mary Nash, catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona en su obra Rojas (Taurus, 1999). Un botón de muestra son los carteles dirigidos a los soldados.Mujeres Libres, una organización anarquista femenina partidaria de suprimir la prostitución, promovió la puesta en marcha de los liberatorios. Nash los define como "casas de rehabilitación donde las 'mercenarias del amor' iban a recibir un tratamiento completo que consistía en cuidados sanitarios, psicoterapia y una formación profesional centrada en el aprendizaje de oficios". La iniciativa, que comenzó a implantarse en 1936, contó con el respaldo de la también anarquista Federica Montseny (ministra de Sanidad entre noviembre de 1936 y mayo de 1937), detalla Ana Muiña, feminista que ha estudiado este periodo. Los liberatorios, que funcionaron hasta 1938, tuvieron mayor relevancia en Cataluña, Madrid, Aragón y Valencia.
La prostitución, que según Guereña también tuvo gran auge en la zona franquista, sufrió un nuevo cambio legal al acabar la contienda. En 1941 se derogó oficialmente el decreto de 1935. Volvió a reglamentarse el burdel (esta situación se mantuvo hasta 1956) y se persiguió la abundante prostitución callejera.
"La represión y la miseria de la larga posguerra arrojaron a miles de mujeres a la prostitución para poder sobrevivir", explica la profesora de la Universidad Complutense Mirta Núñez, autora de Mujeres Caídas (Oberón, 2003). Muchas esquivaron los burdeles reglamentados (donde debían someterse a controles sanitarios) y ejercían por libre. Con ello se ponían en la diana de las detenciones gubernativas, paso previo para su envío a cárceles especiales (hubo al menos siete) o reformatorios con el objetivo de reformar su conducta. Allí solían permanecer entre seis meses y un año. La Obra de Redención de Mujeres Caídas era la encargada de esa tarea, para la que contaba con la cooperación de sacerdotes y de varias órdenes religiosas. "Conducidas a cárceles, reformatorios y conventos, allí eran uniformadas y adoctrinadas en las normas, tanto morales como políticas, del nuevo imperio. Se suponía que eran alfabetizadas y catequizadas y durante su encierro trabajaban, aunque no todas, en talleres de confección, sin redimir pena ni obtener retribución alguna", describe Núñez en su libro.
En 1956, "al socaire de una ola mundial de abolicionismo", según define esta experta, las cosas cambiaron. La prostitución, tanto la de burdel como la callejera, se calificó como "tráfico ilícito". Se convirtió en una actividad clandestina, que a veces se camuflaría en las barras americanas. "Siguió habiendo detenciones y se enviaba a prostitutas a la cárcel por periodos breves. Hasta 1967 existió una prisión para prostitutas en Alcázar de San Juan", afirma Núñez. La tolerancia de la prostitución aumentó desde finales de los años 60. Ahora es una actividad alegal (están castigados el tráfico y la práctica forzada), si bien la Generalitat de Cataluña prevé reglamentar el ejercicio voluntario. "La prostitución preocupa sobre todo por el escándalo público y, en ocasiones puntuales, por motivos sanitarios. En esencia, ahora tenemos el mismo debate de siempre, entre reglamentación y abolición", concluye Mirta Núñez.
Del burdel con clientela fija al sexo rápido
"Hasta 1956, el burdel era una institución, un casino donde los hombres hacían tertulia. Algunos se ocupaban con las mujeres y otros, no", explica el escritor Juan Eslava Galán, autor de La historia secreta del sexo en España (Temas de Hoy, 1991). "Muchas veces la relación entre el cliente y la prostituta, que también era su confidente, duraba años. Ahora los burdeles rotan a las mujeres para que nadie se encapriche con nadie. Igual que los restaurantes de comida rápida han sustituido a las casas de comidas, se ha impuesto el sexo rápido", prosigue.
A su juicio, desde el siglo XIX hasta la Transición, se mantuvo la doble moral: "Había que venerar a la esposa. Con ella no se podían hacer cosas que sí se admitían con una prostituta".
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