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Columna
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La huella que ensordece Belvis

Jesús Ruiz Mantilla

En Belvis del Jarama, las cigüeñas descansan solitarias encima del campanario. Hay un bar y un mesón donde ofrecen conejo al ajillo y carnes a la brasa. Una tienda de ultramarinos en la plaza, canastas en las calles, bancos de piedra y un bosque detrás de la iglesia. Para llegar a Belvis del Jarama es necesario atravesar una vereda de árboles pelados cerca del río en cuyos alrededores, probablemente, maduraron de golpe y a la fuerza aquellos personajes que nos regaló Rafael Sánchez Ferlosio. Las casas son blancas en Belvis del Jarama. Su alcaldesa, Mari Carmen Ramos, de Izquierda Unida, que nació allí y allí sigue, sabe por qué su pueblo tiene las paredes de cal: "Es el único de inspiración andaluza que existe en Madrid. Lo fundaron emigrantes del sur, hace 55 años. Vinieron a trabajar al campo, al cortijo que tenía aquí una terrateniente y que sigue en pie. Lo llamamos Belvis viejo".

Allí se podía haber rodado sin cambiar el decorado la escena de Bienvenido Mr Marshall del pueblo engalanado para recibir al rayo ciego de los americanos. Probablemente quienes trazaron por enero de 2004, en el despacho frío de algún ministerio donde no se oía nada más atronador que el chasquido del parqué, la huella sonora que parte de las pistas recién inauguradas en Barajas, sintieron lo mismo que esos reyes magos de plástico que creó Berlanga y no pensaron que la gente pacífica de Belvis del Jarama está hoy de los nervios y no concilia el sueño cuando pasan los jumbos por encima de sus cabezas y tiemblan las almohadas.

Pero aun así, nadie se quiere ir de Belvis del Jarama. En los balcones hay pancartas en las que se lee: "Belvis no se rinde", "Belvis resiste"... Se colgaron para la manifestación del domingo pasado, a la que acudieron vecinos, alcaldes y concejales de los alrededores y del resto de los 28 municipios afectados por la famosa huella sonora. Pero a ninguno afecta tanto como a los vecinos de este pueblo blanco donde hay un colegio cerrado y un Museo de Usos y Costumbres, en el que probablemente nunca se exponga ningún avión en sus vitrinas porque no hay nadie que vaya a hacerse con esa recarga de decibelios y ese látigo de sonido con eco que les obliga a todos a elevar la voz cada vez que atraviesan el pueblo.

Lo hacen con una frecuencia insoportable, cada dos o tres minutos y tanto los viejos como los jóvenes siguen mirando hacia arriba para echarles un ojo, entre indignados e incrédulos. Seguramente lo hacen con la esperanza de que pasen rápido y que su rugido, que alcanza 80 decibelios, 15 más del límite permitido, quede disipado en el aire antes de entrarles por las orejas. Pero lo único que ven son unas tripas de metal altivas que encima dan la sensación de volar con una insoportable lentitud de la que son incapaces de deshacerse.

Para acabar con la pesadilla hay soluciones. Bien claras, según la alcaldesa. Soluciones que eviten el ruido, la contaminación y ese peligro que supone el tráfico permanente de transporte pesado por encima de sus tejados. Mari Carmen Ramos las expone: "Respeto a las rutas, que no deben atravesar un pueblo de par en par si hay otras alternativas bajo amenaza de sanciones, que por supuesto en este caso no se cumplen. La utilización de otras pistas para el tráfico nocturno y el aislamiento de las casas con ventanas resistentes".

Dice la alcaldesa que las autoridades están por la labor, pero al parecer hay que esperar para tomar una decisión definitiva. Mientras pasa el tiempo no se sabe muy bien a expensas de qué, los 350 vecinos de Belvis del Jarama tendrán que aguantarse con el ronroneo de los motores. No les va a ser difícil, porque un rápido paseo por el pueblo da idea del carácter resistente y un tanto romántico de sus vecinos. Algunos crían pájaros que no entonan precisamente cantos a reacción. Otros, como un octogenario que no quiere dar su nombre y pasea con bastón y sombrero por los alrededores del Ayuntamiento, avisa a quienes hablaban de trasladarles de sitio: "Llevo aquí casi toda mi vida. Cumplo 83 años en abril y no me pienso mover", afirma.

La alcaldesa ha pedido también, entre las medidas a adoptar, el realojo para quien lo demande, pero a nadie se le ha pasado por la cabeza solicitarlo. Debe ser difícil abandonar un pueblo que se resiste a los polígonos y a las naves industriales. Debe ser difícil alejarse de la deslumbrante claridad de sus paredes, que le dan un aspecto de irrealidad y excepción, de escenario de cuento asediado por la vorágine.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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