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Bien está lo que bien acaba

Antón Costas

Sensación de alivio es probablemente el sentimiento que mejor define la sensación que ha experimentado un gran número de personas, tanto en Cataluña como en el resto de España, el día en que el secretario general del PSOE y presidente del Gobierno de España, José Luis Rodríguez Zapatero, y el nacionalista y jefe de la oposición en Cataluña, Artur Mas, lograron un punto de encuentro respecto al Estatuto, materializado en la famosa foto de La Moncloa. Alivio porque ese acuerdo ponía final a una situación que ya había producido demasiada fatiga social y consumía excesivas energías sociales y políticas; alivio también por resolver lo que muchos percibían, con razón o sin ella, como una propuesta que daba la espalda a España, y quebraba el sentimiento de igualdad y solidaridad entre españoles. Por tanto, dejando de lado ahora el análisis del contenido, bienvenido sea el acuerdo.

Pero ese sentimiento de alivio ante el peligro conjurado no debería impedir hacernos algunas preguntas de las que se pueden extraer algunas lecciones para el futuro. ¿Por qué ha sido posible el acuerdo en aquellas cuestiones -nación y financiación- en las que las distancias parecían más insalvables entre los firmantes? Si se preveía que el acuerdo era posible, ¿por qué, entonces, han dejado que fuesen tan lejos el conflicto y la batallas retóricas que han azuzado el conflicto de sentimientos encontrados, anticatalanista en España y antiespañola en Cataluña? ¿Qué ocurrirá a partir de ahora?

No soy muy dado a creer en confabulaciones. A menudo ocurre que cuando algo acaba bien por la mera confluencia de elementos causales, se tiende, sin embargo, a pensar que todo estaba pensado y respondía a una estrategia calculada. En general, este tipo de conclusiones son racionalizaciones a posteriori. En el caso del acuerdo entre Zapatero y Mas prefiero pensar que el acuerdo final es el resultado del sentido común. Porque si esa foto en La Moncloa respondiera a una estrategia preconcebida, al menos desde el mes de septiembre, cuando los mismos actores se reunieron también en La Moncloa para acordar el apoyo de Convergència i Unió (CiU) al Estatuto en el Parlament de Catalunya, entonces da más miedo porque significaría que durante meses se nos ha tenido en tensión, azuzando el conflicto de identidades y alimentando la desconfianza entre unos y otros. Tendríamos entonces que hablar de temeridad y hasta de irresponsabilidad política.

Pero aun en el caso de que así hubiese sido, conviene no utilizar demasiados juicios morales a la hora de juzgar la conducta de los políticos. El juego de la política se entiende mejor desde el análisis de las ambiciones personales y de los conflictos por el poder que desde los juicios morales. Como dice el refrán, en el amor y en la guerra todo está permitido. La guerra política que se ha jugado alrededor del Estatuto es en realidad una guerra por el poder. A eso es a lo que han jugado Zapatero y Mas. El primero para mantenerse en el poder en España durante varias legislaturas, y el segundo para volver al poder en Cataluña. De ahí esa complicidad emocional que ha surgido entre ambos y que les ha llevado a una nueva versión del pacto del Majestic.

Desde esta perspectiva, adquiere nueva luz y racionalidad el largo y fatigoso debate sobre el Estatuto. Mientras unos, los partidos del tripartito, creían que el objetivo era avanzar en el reconocimiento de Cataluña como nación y en la consecución de sistema de financiación como el vasco, los otros estaban pensando en el poder. Por eso, la estrategia de Mas consistió, primero, en que el tripartito se cociese en sus propias contradicciones y, después, en forzarlo a ir más allá de lo que habían acordado en el Pacto del Tinell para dar cabida a sus exigencias maximalistas. Un nacionalista no podía consentir que los no nacionalistas -ya sean catalanistas o soberanistas- le diesen lecciones en Cataluña de cómo fer país. Pero una vez logrado ese objetivo con el acuerdo del Parlamento, Mas ha girado hacia el pragmatismo dejando desairado al tripartito y con el pie cambiado a Esquerra Republicana (ERC).

El primer damnificado de esa estrategia de forzar un Estatuto de máximos en el Parlament de Catalunya fue Josep Piqué, quien se quedó sin argumentos para tratar de contrarrestar la grosera catalanofobia de Ángel Acebes y Eduardo Zaplana y, progresivamente, también de Mariano Rajoy. El segundo damnificado ha sido el propio Pasqual Maragall. Y el tercero, Josep Lluís Carod Rovira, sometido ahora a la duda hamletiana de aceptar el acuerdo en el que no ha participado o tirarse al monte. Pero no creo que opte por esta segunda opción, porque el debate del Estatuto está acabado y los intentos de prolongarlo tendrán costes importantes para ERC. A los moralistas todo esto les parecerá una muestra del cinismo que domina la política. Es posible. Pero bien está lo que bien acaba. Y si hemos de juzgar por las obras y no por las intenciones, es evidente que el acuerdo ha comenzado ya a dar frutos terapéuticos en esa nueva sensación de alivio de la que hablaba al principio.

Pero no deberíamos actuar como si aquí no hubiese pasado nada a lo largo de estos dos últimos años. Ahora hay que intentar cicatrizar heridas y reconstruir puentes de confianza entre unos y otros. Hay que avivar los sentimientos de simpatía y confianza recíproca entre los catalanes y el resto de españoles. Esos sentimientos son esenciales para la buena resolución de los conflictos que inevitablemente produce y producirá el Estado autonómico que nos dimos hace 25 años, y que tan buenos resultados económicos, sociales y políticos ha tenido para todos. Son más importantes los sentimientos que las razones porque, como decía un personaje -no sé ahora si literario o narrado- de mi buen amigo Suso de Toro, escritor gallego y simpatizante de Cataluña, a él "no se le convence con argumentos".

Un buen primer paso sería acordar una especie de desarme bilateral y simultáneo en esa guerra que, desde un lado, aviva la catalanofobia y, desde otro, el rechazo a España. Porque, puestos a ser honestos, aquí tampoco somos mancos a la hora de avivar los sentimientos y el conflicto.

Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.

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