Vanguardias lejanas
The Waste Land apareció en 1922 previa drástica intervención de Ezra Pound, quien redujo a la mitad -con sabios cortes- el borrador que le había presentado en París su amigo y compatriota T. S. Eliot. Con el paso del tiempo, este poema ha pasado a ser el símbolo de toda una época de convulsiones estéticas que, en general, denominamos vanguardias. En El bosque sagrado, el libro de ensayos literarios que había publicado Eliot dos años antes, había defendido que la única novedad posible de un escritor debía provenir de su conocimiento profundo de la tradición. Eso es lo que quiso demostrar Eliot en este poema: que lo nuevo radical procedía del conocimiento de lo antiguo intemporal. Los muertos alimentan a los vivos con sus creaciones y sólo aceptando esa sangre nutriente tiene derecho un escritor a inventarse algo nuevo. De ahí la obsesión de Eliot de dialogar con la literatura del pasado en su poema (Shakespeare, Milton, Dante, Ovidio, Spenser, Marvell, Baudelaire, san Agustín, la Biblia) y de remitir a ellos mediante citas expresas. Ésa es la modernidad eliotiana: si quieres ser nuevo, debes ser al mismo tiempo antiguo; si quieres estar vivo, debes estar al mismo tiempo muerto.
En El bosque sagrado también había defendido la idea del correlato objetivo: no hables directamente de ti sino que haz que otros lo hagan por ti y para ello invéntate personajes y situaciones y que ellos representen a tus emociones (ya Robert Browning había hecho algo parecido). La emoción no desaparece pero sí el modo de representarla. De esta forma, su pesimismo vital de aquellos años, la crisis nerviosa de la que quiso curarse en Suiza, sus ya malas relaciones matrimoniales, la ruptura con su padre no cuajaron en francas expresiones de un yo profundamente herido -ése es el fondo último de este atormentado poema- sino en un extraño ejercicio de voces que proclaman desgracias, esterilidades y muertes omnipresentes pero referidas a otros, no a quien deseaba decirlas en su nombre (el poeta mismo). Todo ello sujeto a un desarrollo fragmentario, a la problemática identidad de quienes hablan, a las abruptas asociaciones y dislocaciones espaciales, al ir y venir de un tiempo real, marcado por una realidad tangible -Londres angustioso y oscuro- a un tiempo lejano, mucha más irreal y literario pero deliberadamente relacionado con ese tiempo presente que el lector imagina como el realmente vivido por Eliot en aquellos años de su inseguridad y crisis permanente.
¿Resultado? Los mitómanos se inclinarán reverentemente adorando al ídolo canonizado. Los lectores más independientes tal vez vean en este celebrado poema un insólito ejercicio literario, indiscutible y hasta asombrosamente nuevo y en el que, además de su genial y prometedor comienzo ("Abril es el mes más cruel: cría / lilas de la tierra muerta, / mezcla memoria y deseo..."), brillan unos cuantos pasajes inolvidables, dignos de cualquier gran poesía moderna: "Hijo de hombre, / ...
/ sólo conoces / un montón de imágenes donde golpea el sol
... / Te mostraré el miedo en un puñado de polvo". O bien: "Esta noche ando mal de los nervios. Sí, mal. Quédate conmigo. / Háblame. ¿Por qué nunca me hablas? Habla. /¿En qué estás pensando? ¿Qué piensas? ¿Qué? Nunca sé qué piensas. Piensa... /¿Qué es ese ruido?" / El viento bajo la puerta. "¿Y ahora qué ruido es ése? ¿Qué hace el viento? / Nada, otra vez nada". Aun con todo, seguimos pensando que el mejor Eliot está en otra parte y que The Waste Land es ante todo el símbolo que necesitaba una época para nombrarse a sí misma con el orgullo de quien se sabe radicalmente nuevo y diferente.
La tierra baldía. T. S. Eliot. Prólogo de Viorica Patea. Traducción de José Luis Palomares. Cátedra. Madrid, 2005. 328 páginas. 11 euros.
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