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Columna
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La noria

Josep Ramoneda

Las reacciones al preacuerdo sobre el Estatuto configuran un buen retablo de la situación. En sectores nacionalistas catalanes se duda entre magnificar lo obtenido o subrayar la distancia entre el Estatuto que salió del Parlament y el Estatuto realmente posible. Por si fuera poco, Jordi Pujol no ha podido reprimir su melancolía y ha augurado corta vida al futuro Estatuto.

Convergència i Unió (CiU) está acostumbrada a las pequeñas frustraciones del realismo político y, en cambio, después de haber crecido en el calor del poder, no consigue aclimatarse a las bajas temperaturas de la oposición. De modo que sus militantes -a los que algún dirigente despistado todavía arengaba sobre la posibilidad de decir "no" cuando Mas estaba cerrando el acuerdo con Rodríguez Zapatero- han visto compensada su decepción ideológica por la ilusión de un retorno al poder. CiU sabe hacer, mejor que nadie, de las frustraciones virtud. La partida del Estatuto termina y ya empieza otra: el programa de CiU para los próximos años es el Estatuto del 30 de septiembre. O sea que hay margen para seguir alimentando el discurso de siempre.

Si las cosas quedaran así, volviendo al doble juego de la gobernabilidad y de la reivindicación permanente, se podría decir que Mas sólo representa la continuación del pujolismo con variantes de estilo. Pero hay indicios de ruptura en su estrategia. Y la ruptura tiene tres figuras: discriminación entre el PP (irremisiblemente españolista) y el PSOE (Zapatero como excepción al españolismo intransigente); participación en el Gobierno de España, y sustitución del catolicismo por el liberalismo como complemento ideológico del nacionalismo. Esto significaría cargarse dos tabúes del pujolismo y un principio: que da la mismo la derecha que la izquierda porque las dos son españolas y, por tanto, defienden los mismos intereses; que CiU no tiene que entrar nunca en el Gobierno de España, y que nacionalismo y catolicismo están hermanados desde el origen de los tiempos. El primer tabú, resentimientos aparte (caso Banca Catalana), respondía a la convicción de que el PSC es el rival de CiU en Cataluña y que recordar el españolismo del PSOE es básico para poderles acusar de sucursalistas. El segundo tabú (aunque algunas malas lenguas lo atribuyen a cuestiones de rivalidad: Pujol no quería ver a Roca tan alto) se justificaba por el miedo al contagio. Pujol temía la empatía de sus ministros con las ideas y preocupaciones del gobierno del que formarían parte. El principio es que para Pujol entre el nacionalismo y el catolicismo había una continuidad natural: eran las dos piezas básicas de la tradición; por tanto, serían el pegamento natural del país. Artur Mas sabe que su carrera la ganará por los resultados y no por la historia y sus mitos. Por tanto, está dispuesto a una ruptura que fundamentalmente es generacional. En los que tiempos que corren, el realismo político ya no necesita justificaciones trascendentales. Lo que necesita es una idea del papel que se quiere que Cataluña tenga en la sociedad global.

Esquerra tiene un problema que algunos presentarán como un vicio asambleísta y otros como una virtud democrática: las aguas de la militancia inundan con suma facilidad los despachos de la dirección. Y, de momento, la militancia ha reaccionado con irritación al protagonismo de Artur Mas. Esquerra necesita tiempo para que la marea baje, y una cierta cautela porque, aunque ahora toca decir que el Estatuto está lejos, muy lejos, de las expectativas, podría ser que dentro de unos días se tenga que dar por bueno con sólo unos pequeños, ligeros, retoques de propina. Por tanto, no hay que inclinar demasiado la militancia hacia el no porque al final podría ser sí.

En cuanto a los socialistas, se han quedado mudos desde que Zapatero y Mas pactaron por ellos. Se han limitado a certificar el acuerdo y a reivindicar discretamente el trabajo hecho. A lo sumo, algún mimo a Esquerra para que no les complique la vida ahora que creían haber ganado la tranquilidad.

Si nos trasladamos a la política española, nos encontramos con ambigüedades parecidas. El PSOE tiende a subrayar los recortes para tranquilizar a los sectores de sus bases que pudieran ser sensibles al discurso del Partido Popular. Por eso, la primera voz que se oyó fue la de un triunfalista Rodríguez Ibarra que proclamaba la victoria de España. Pero al mismo tiempo, no puede dejar solo al PSC en la celebración del éxito. En la derecha, todavía es más complicado. Aunque la oposición oficial del PP -como se demostró en la rotunda imposición de la ley del silencio a Piqué- sigue siendo la de la reforma constitucional encubierta, en los medios de comunicación afines se duda entre afear a Zapatero la ruptura de la unidad española o tratar de enfrentarle con los nacionalistas catalanes por un Estatuto que no merecía tan largo viaje.

Con todo, la confusión más llamativa tiene que ver con la cuestión del Estado. ¿Qué es Estado español? "El Estatuto desapodera el Estado de sus funciones", dice un editorial de Abc. Esta es, a mi juicio, la cuestión clave del debate. Ni en uno ni en otro lado se ha entendido que todo es Estado: el Gobierno español y la Generalitat de Cataluña. El mismo Estado. ¿Cómo se puede despojar al Estado de alguna de sus funciones si lo único que se hace es transferirlas de una parte del Estado a otra? Esta pregunta, el nacionalismo español no la admite y el nacionalismo catalán prefiere no reconocerla. Para el nacionalismo español Estado no hay más que uno: el que tiene sede en Madrid y obediencia directa al poder central, el único realmente existente. Aquí se vive con la fantasía de la Generalitat como simulacro del Estado imposible, y de estas actitudes se derivan un montón de enredos. Empezando por la misma naturaleza del Estatuto, que no es más que una ley española porque lo que regula es la relación de una parte del Estado con otras partes del Estado. No de un Estado con otro. Habría que preguntarle a Artur Mas en qué estaba pensando cuando dijo con toda solemnidad, desde La Moncloa, que este era un verdadero pacto de Estado. Literalmente, tenía toda la razón: un pacto de reorganización del Estado, aunque, sin duda, muchos entendieron que estaba fantaseando un pacto entre dos Estados.

Presentar los debates entre Cataluña y España como si se tratara de un debate entre dos Estados, el real y el virtual, puede que satisfaga los delirios nocturnos de algunos, pero es un juego que se estrella cada mañana con la cruda realidad. Es la gran epifanía del nacionalismo. Jugar a la ficción con la esperanza de que por el milagro de la repetición ésta se haga realidad en las mentes de los ciudadanos. Al fin y al cabo, todo proyecto político nace de una ficción. El problema es que el juego de las ficciones puede acabar provocando que la sociedad no sepa cómo es ni dónde está. Entonces, la política se reduce a dar vueltas sobre el mismo punto, como una noria.

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