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Columna
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Dos ciudades

Rajoy anunció en Roma que el martes pedirá en Cádiz firmas para el referéndum nacional del PP. Roma y Cádiz son dos ciudades emblema, fantásticas, escenográficas, para una ópera. Visitó Rajoy a Benedicto XVI, Papa, que lo oyó durante 40 minutos, mientras los obispos rezaban en España por la unidad de España, muy interesado e informado el Papa sobre lo que ocurre en España, dice Rajoy. Esto es preocupante: la última vez que la Iglesia católica se interesó mucho por la política española hubo una guerra.

Si el Estatuto catalán no resultara tan épico-dramático y romano-gaditano, la vida normal sería un aburrimiento: trámites parlamentarios para reformar un estatuto, recursos al Tribunal Constitucional en caso de presunción de inconstitucionalidad, papeleo y latazo, vida burocrática, insoportable. En Polonia, hace poco más de un año, le pregunté a Anna Sieprawska, colaboradora del Defensor del Pueblo, si en su país tenían problemas de regionalismos. No, me dijo la señora Sieprawska, para quien el regionalismo, como la política bien entendida, era, fundamentalmente, un problema fiscal, de recaudación y distribución del gasto público: en la Polonia poscomunista faltaba precisamente una visión fiscal de la política. Aquí también falta todavía una visión fiscal de la política, que algunos prefieren entender como pasión patriótica.

Rajoy peregrina a Roma, ciudad imperial, capital del mundo elegida por Dios, nueva Jerusalén, ciudad de Cristo, y va directamente a lo que queda de la vieja Roma divinizada, el Estado Vaticano. Recibe la bendición papal antes de pedir firmas en Cádiz para que España sea una única nación y todos los ciudadanos sean iguales. Como Roma, también Cádiz es estupenda, por las hazañas de Hércules y por la Constitución de 1812, ciudad entonces de hombres de negocios vascos y catalanes, ingleses y franceses, universales, magnates del comercio con los virreinatos españoles de América. "Emporio del comercio colonial", la llamó Lord Byron, en su Don Juan, uno de mis poemas favoritos.

Creo que la Constitución de 1812 se promulgó con una visión bastante fiscal de la política. Por encima de los antiguos reinos y virreinatos reunidos feudalmente bajo la Corona española, por encima de los privilegios nobiliarios y eclesiásticos, nacía la Nación, España, como unión de los españoles de los dos hemisferios. Era una constitución liberal, que abolía la Inquisición y la tortura, y, a pesar de eso, era confesional, católica, de su tiempo. No les reconocía a las mujeres derechos políticos. Negros, esclavos y criados eran españoles, pero no ciudadanos. Buscaba un Estado moderno, un mercado y un ejército nacionales, la unidad fiscal sometida a la común Hacienda pública, la división de poderes, más o menos lo que ahora se intenta que funcione, un fastidio burocrático, o eso parece, inaguantable para el PP. Hablar de la unidad de España es más emocionante que seguir trámites parlamentarios, o acudir al Tribunal correspondiente si uno piensa que se incumple la ley.

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