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Columna
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El órdago

Quién iba a pensar y menos decir que Joan Ignasi Pla, el secretario general del PSPV, tan dócil y un tanto rústico, estuviese a punto de aguarle la fiesta a su más directo adversario, el presidente de la Generalitat, Francisco Camps, ganador a los puntos de cuantas confrontaciones políticas han tenido hasta ahora. Pero bien pudiera ocurrir que el líder del PP se quedase sin la joya de su mandato, que es o era el nuevo Estatuto, propalado y capitalizado pro domo sua como modelo de negociación. En el penúltimo tramo del proceso, y casi imprevistamente -aunque avisos hubo-, los socialistas, como es sabido, le han puesto dos escollos que suponen una reforma de la reforma pactada, como es la rebaja del 3% al 5% del listón electoral y la poda del término idioma donde el texto estatutario se refiere al valenciano que hablamos.

La verdad es que asombra e incluso mortifica -visto desde el ángulo más razonable y opuesto al del PP- que se haya tenido que llegar a este trance del proceso reformador para poner sobre la mesa unos condicionamientos que debieran haber estado ahí desde el comienzo. Y lo que no es menos fastidioso: que la iniciativa tenga todos los visos de ser ajena y lejana, como si las huestes socialistas indígenas tuviesen necesidad de tal tutela, algo que, por otra parte, es obvio, pero que requiere algún disimulo. Sobre todo cuando las propuestas o cambios a que nos referimos son tan elementales como la profundización y ensanchamiento de la democracia, dando su oportunidad a las minorías nada desdeñables, y la cancelación de esa sandez filológica -que es el secesionismo- decantada por el oportunismo político y la genuflexión del PSPV. Al fin y al cabo, el partido del puño y la rosa no vendría sino a reparar una obsecuencia innecesaria.

No nos asombra, en cambio, que el frente conservador, con la algarabía de la extrema derecha capitalina, amenace con el Apocalipsis si la reforma sigue adelante. Ya han sacado a relucir, como era de esperar, el espantajo de la catalanización que a su juicio amenaza la personalidad del pueblo valenciano. Una personalidad que, de una vez, deberían describir en sus trazos esenciales, pues bien pudiera ser que no sepan de qué hablan o que estamos hablando de las mismas cosas, si de historia se trata. Claro que con un 12% -y al alza- de inmigrantes está al caer la hora de revisar, por anacrónicas, todas esas nociones y emociones acerca del pueblo que somos o seremos, siendo así que no hay manera de concertar lo que fuimos.

Aparte de las reacciones desmedidas y habituales mencionadas, este órdago ha suscitado no pocas expectativas sobre la resolución de los socialistas. Aguantar el tipo y no enmendar los cambios exigidos conlleva un coste electoral, pues ya restallan las baterías mediáticas del PP, agitando las fibras patrióticas y patrioteras del vecindario. Un episodio del que ya estamos avisados, pero del que asimismo convendrá decir autorizadamente un día que no lo ampara la impunidad ni nos resignamos como simples estafermos.

Sin embargo, apostar por la racionalidad conlleva también sus dividendos, y no es menor el haber recuperado después de dos lustros la iniciativa política, como acontece en estos momentos en los que, por vez primera, se percibe al PSPV como alternativa de gobierno, al margen de cual sea su suerte en los comicios. Ahora aparenta ser un partido con perfil distinto y hasta capaz de sacudirse la perversidad que le describe como la segunda marca de los conservadores.

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