Año barojiano
Toda sociedad acaba, a la larga, asemejándose a un cuerpo humano, porque toda sociedad es, en la inmediatez y vista de cerca, un gran cuerpo que la habita. Se mueve a un ritmo imperceptible a veces, y demasiado evidente, otras. Ya se sabe que el ritmo, la música, es lo más contagioso que existe. Una mariposa azul turquesa mueve sus alas en una isla del Pacífico y, enseguida, un negro (perdón, un afroamericano) coge la trompeta en Sunset Boulevard e imita a Miles Davis y, atraídos por la melodía, muchachas y muchachos descalzos bailan y brincan, aunque no se sepa por qué y acaban enamorándose e intercambiando direcciones electrónicas. Una sociedad suda, cuando se cansa, unas veces como una sola axila y, otras, como quince mil, y grita y se desfoga cuando la ocasión lo requiere. La sociedad son los cuerpos que deambulan por la ciudad, provincia o nación, a veces alegres y, tristes, otras. No es que haya órdenes superiores para una cosa u otra, emanadas de algún oscuro ministerio u oficina pública, donde lúgubres funcionarios hacen lo posible para el control y la armonía de todos, sino que es la propia inercia de la actividad de cada cual, la costumbre, esa segunda piel del hombre, la cercanía de los demás, lo que impulsa a actuar en grupo o tribu, no sé. Puede que en el fondo del corazón humano esté guardado como algo atávico un sentimiento gregario; puede que tan solo sea la necesidad de no estar solos. Quizá sea por ello que esté mal visto y sea reprobable, y peor que la insumisión, el individualismo. Más en este país, donde bautizos y funerales se celebran en sociedad y en la sociedad (gastronómica, se entiende) más cercana, donde la intimidad, salvo en el momento del amor (cuando lo haya), se considera casi una excentricidad, ganas de destacar y de llamar la atención. No hay mayor virtud que perseverarse en el oficio de ser como los demás, por el qué dirán.
Que Pío Baroja en algunos círculos no sea considerado escritor vasco carece de importancia
Más en este país, donde no hay mayor virtud que perseverarse en el oficio de ser como los demás, por el qué dirán
Baroja, don Pío, fue un hombre curiosamente individualista y, también, individualmente curioso. Pocas cosas concernientes al hombre le eran ajenas, excepto esa tendencia ya señalada del ser al agrupamiento (en la lucha final), qué se le va a hacer. Y si uno no va a la sociedad, la sociedad no viene adonde está uno, ya puede esperar sentado y fumando, si le dejan, claro está, y si uno abandona la senda por donde van sus semejantes, se queda perdido y petrificado en tierra de nadie, pálido y desmañado, en la frontera nunca bien señalada entre el silencio y la soledad.
A Baroja no le gustaba San Sebastián. En una carta dirigida a don Benito Pérez Galdós escribió lo siguiente: "Dispénseme Vd. que escriba de una manera tan deslavazada, pero en este aire tan banal, en esta vida vegetativa de San Sebastián, que lo único que tiene de intelectual es la vanidad, el cerebro se queda a oscuras".
Su antipatía a la ciudad en que nació es algo que nunca ocultó. Léanse las páginas que le dedica en el libro anteriormente citado, para corroborarlo: "He nacido en San Sebastián, el 28 de diciembre de 1872. Soy guipuzcoano y donostiarra: lo primero me gusta; lo segundo, poca cosa". Que yo sepa, no es indecoroso no amar la ciudad en la que uno ha nacido, como tampoco es méritoso amarla, aunque sea lo habitual, normal y consentido. Leyendo a don Pío, uno se hace una idea bastante cabal de la geografía vasca, pero sí que llama la atención que la ciudad de San Sebastián no tenga la presencia que se podía esperar. No debe de ser casualidad, sino algo premeditado, pero ignoro el porqué de tal desapego.
Se dice, ahora que se cumplan cincuenta años de su muerte y la fecha es motivo de celebración, que hay inquina hacia él. No me atrevo a afirmarlo ni a desmentirlo, pero no creo que sea el carácter de don Pío la causa. Al fin y al cabo, hay mucho sabio y poeta que ha desdeñado la compañía de los demás y ha alardeado de ello en recios tratados o en endecasílabos obtusos y tienen plaza y monumento de mármol. Si toda esa soledad y todo ese silencio que nos ofrecen se expusiera en un mercado, no habría lugar en la tierra que no estuviera desértico y vacío.
Que Baroja, en algunos círculos (iba a escribir "intelectuales"), no sea considerado escritor vasco carece de importancia, porque lo que está fuera de duda, hasta para sus detractores, es que era escritor. Ya quisieran muchos alcanzar dicha categoría, o dicha gloria, o dicho amén, según se mire, sea en vernáculo o no. Pero así funciona esta sociedad, basta que brote un escritor por siglo, para colmar las necesidades. Cuenta el propio Baroja en su libro Juventud, Egolatría, una anécdota sucedida en San Sebastián: "Hace unos años me enseñaron una sociedad recreativa en una casa del pueblo viejo. En una puerta había un letrero que decía: Biblioteca; la abrieron y me mostraron, riendo, un cuarto lleno de botellas". Me acuerdo de la anécdota cada vez que, paseando por la parte vieja de mi ciudad, cruzo por delante del local que un día albergara la librería Lagun, ahora convertido en bodega. Y no me río; y me gustan las botellas y sus palabras líquidas y vaporosas.
Insinúan algunos guardianes de la ortodoxia, que de tan ortodoxa ha quedado convertida en folclore y alimento para turistas, que si don Pío hubiese escrito en vasco, a lo mejor... Y a lo peor, dudo que lo leyesen o que lo recordasen, más que lo recuerdan. Baroja es un referente literario de todos, sean oriundos del país o no, sean nacionalistas o no, y el conocimiento o ignorancia sobre su obra no entiende de colores, ni de santos y señas. En todas partes se encuentran barojianos y contrabarojianos, e incluso los que, en la cuestión, son de la Real. Y en lo que conozco, sus libros se leen, en escuelas e institutos, sobre todo, dentro del programa de curso, para qué vamos a engañarnos. Pero se leen, vaya si se leen, y se comentan en tertulias de café y en clases de la universidad, y se trabaja sobre ellos.
Si eso es inquina, ¿qué será el afecto?
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