¿Por qué no triunfan las mujeres?
Vaya por delante que cuando empleo el verbo triunfar para hablar de las mujeres me refiero exclusivamente a su relación con el éxito tal como en muchas ocasiones se entiende en la vida profesional: la posibilidad de llegar a los puestos más altos en el mundo laboral, empresarial, de las administraciones públicas o de la política. No hablo del logro de la plenitud personal, del triunfo como personas. De hecho, las mujeres parecen tener intereses más variados que los hombres, están menos apegadas al poder y sus ambiciones parecen estar menos focalizadas en el éxito profesional que las de los varones.
En cualquier caso, esta mayor variedad de intereses no justifica ni explica la escasa presencia de las mujeres en los puestos altos de las organizaciones. Las cosas parecen estar cambiando, aun cuando sea lentamente. Las últimas señales de ese cambio se han producido en el mundo de la política, con el acceso de Ellen J. Sirleaf a la presidencia de Nigeria, de Angela Merkel a la jefatura del Gobierno alemán y de Michelle Bachelet a la presidencia de Chile.
Pero el hecho irrebatible es que las mujeres están menos representadas en los altos escalones de la vida profesional de lo que les correspondería por demografía. Así, en España, en la Universidad hay menos mujeres catedráticas de las que tendría que haber si tomamos en consideración el número total de mujeres profesoras. También en los altos puestos directivos y en los consejos de administración de las empresas hay menos mujeres de las que tendría que haber por pura estadística; de la misma forma que hay menos mujeres en los puestos clave de la política, en los sindicatos y en cualquier tipo de organización o institución social. Sólo en algunas profesiones, como es el caso de la judicatura, parecen escapar a esta tendencia, aunque no de forma total.
Es decir, a medida que vamos subiendo en la pirámide de poder dentro de las organizaciones, tanto públicas como privadas, vemos como las mujeres van desapareciendo y representan un porcentaje menor de lo que cabría esperar. Este fenómeno me recuerda un conocido trabajo del economista, filósofo y premio de Economía Amartya Sen, titulado Missing women, publicado a principios de los noventa, en el que puso al descubierto un hecho hasta entonces desconocido: el terrible fenómeno de la excesiva mortalidad y tasas de supervivencia artificialmente más bajas de las mujeres en muchas partes del mundo. Al observar este fenómeno, Sen habló de las "mujeres desaparecidas", que sólo en el caso de China se calcula que sobrepasan los 50 millones.
La desaparición profesional de las mujeres de la que yo hablo no tiene el contenido dramático de la desaparición física que descubrió Sen, pero refleja también una privación de capacidades de las mujeres. ¿Qué es lo que puede explicar esa desaparición profesional de las mujeres allí donde era de esperar que hubiese más? Sin duda, el machismo y la simple inercia organizativa discriminan a las mujeres. En general, a los hombres no les gusta ser mandados por mujeres y en ocasiones, sin ser conscientes, no promueven a mujeres dentro de sus organizaciones. Estas conductas requerirán tiempo y medidas de discriminación positiva, como la paridad en la formación del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y la anunciada por Michelle Bachelet en Chile. Creo que su efecto es servir de señales para romper inercias.
Pero en nuestro caso tiene que existir algo más. Porque es un hecho comprobable que vamos muy retrasados en relación con otros países desarrollados en el acceso de la mujer a puestos de responsabilidad dentro de las organizaciones de todo tipo. Creo que ese otro factor tiene mucho que ver con el funcionamiento de nuestro sistema universitario. Si partimos de la base de que las mujeres que tienen más probabilidad de acceder a puestos más altos en la escala profesional son las que pasan por la Universidad, podemos afirmar que la edad de salida de la Universidad y de su incorporación al mundo profesional tiene mucho que ver con la probabilidad de que logren alcanzar los puestos más altos en su vida profesional. En otros países desarrollados, como el Reino Unido y Estados Unidos, la edad normal para acabar los estudios universitarios es 22 o 23 años. Sin embargo, en España, está entre los 24 y los 26 años.
Esto representa un obstáculo importante para la consolidación de la vida profesional de las mujeres. Permítanme una anécdota personal. En los dos últimos veranos he tenido la fortuna de organizar unas jornadas patrocinadas por la Consejería de Educación y Universidades de la Xunta de Galicia y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, dirigidas a los 50 mejores estudiantes de bachillerato de toda Galicia. En ambas ocasiones vi que se repetían tres rasgos: los mejores estudiantes procedían mayoritariamente de los centros públicos; de los 50, 37 eran mujeres, y la mayoría de ellas habían escogido carreras duras, es decir, ingenierías y ciencias biomédicas. Es decir, trayectorias académicas largas que en el caso de España no permiten incorporarse al mundo laboral o profesional hasta los 26 o 27 años. Desgraciadamente, muchas de estas mejores estudiantes gallegas están abocadas al fracaso profesional.
La razón la dio la demógrafa y catedrática Anna Cabré, una de los conferenciantes invitados a las jornadas. Con su estilo riguroso y divertido, apuntó un dato revelador: en España un gran número de mujeres desaparecen de la vida laboral y profesional a partir de los 28 años. A esa edad parece ponerse en marcha el reloj biológico que las enfrenta a la disyuntiva de ser madres o volcarse totalmente en su profesión. Y muchas abandonan para no volver.
La razón, a mi juicio, es que el tiempo transcurrido entre que salen de la Universidad y la puesta en marcha de ese reloj biológico no les permite consolidar una posición profesional que después facilite su reincorporación sin verse discriminadas. Si es cierto mi argumento, una buena medida para favorecer las capacidades de triunfo profesional de las mujeres españolas sería recortar la duración de las carreras universitarias. Beneficiaría a todos, en particular a las mujeres, y no perjudicaría al progreso del país.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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