El destino del reformismo
A la inevitable anfibología de los lenguajes naturales, la dominación mediática ha agregado la confusión, involuntaria o programada, según los casos, en el uso y circulación de la mayoría de los términos y categorías políticas. Reforma y revolución no han escapado a tan perversa suerte. Centrándome en la primera, la opción reformista es aquella en la que los objetivos que se pretende conseguir se logran mediante un conjunto de acciones de condición sectorial y de alcance limitado, pero cuya vocación acumulativa acaba operando una transformación progresiva de la realidad en la que intervienen. Frente a ella, lo revolucionario postula la ruptura plena y busca la transformación total e inmediata del contexto en el que surge. Esta consideración modal de reforma/revolución viene siempre acompañada por un determinado signo ideológico de las acciones que se proyectan -progresista o reaccionario-, por su ubicación en el damero político -derecha, centro, izquierda- y por el comportamiento táctico a que se las destina, sobre todo en el ejercicio de las actividades de gobierno. Las interpenetraciones que se producen entre estas diversas acepciones son responsables de las tergiversaciones con que nos encontramos en su manejo y de los frecuentes oxímoros a que da lugar, de los que el más penoso es el de la revolución conservadora que con frecuencia acaba en las revoluciones nacionales de los regímenes autocráticos y fascistas.
Históricamente, el reformismo se identifica con moderación y posiciones centristas. Jacques Julliard, en el libro La República del Centro (Calmann-Levy, 1988), que publica conjuntamente con François Furet y Pierre Rosanvallon, describe con pertinencia el rol fundamental que desempeñó el reformismo en la IV República francesa, protagonizado, como en otros países europeos -Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica-, por la Democracia Cristiana, que en esa fase en Francia estuvo representada por el Movimiento Republicano Popular (MRP). Su preocupación permanente fue mantener el equilibrio entre las aspiraciones sociales de una gran parte de su electorado, que lo empujaban hacia la izquierda, y sus preferencias políticas, que lo llevaban a la derecha. Esta búsqueda de la equidistancia entre derecha e izquierda en el ejercicio del poder tenía sentido gracias a la eliminación en el juego político de los grandes partidos de los extremos -comunistas y gaullistas-, que dejaba reducido el número de diputados movilizables a apenas 400 -la Asamblea útil, como se la llamó entonces- y permitía gobernar al MRP con el conjunto de votos y diputados de los pequeños partidos. La existencia de esta tercera fuerza así constituida es lo que explica que una modestísima formación, la Unión Democrática y Socialista de la Resistencia (UDSR), de tendencia centro-izquierdista, tuviese un papel tan relevante durante todo el periodo y que su principal líder, François Mitterrand, fuese ocho veces ministro.
La V República Francesa y la polarización de las fuerzas políticas que conlleva acaban con el centrismo y sus tendencias reformistas y lo sustituyen por la polarización antagonista de dos bloques entre los que no cabe colaboración alguna de gobierno, sino sólo la sustitución de uno por otro, restableciendo con ello una lucha y una alternancia a las que la IV República había pretendido vaciar de sentido. Claro está que el paso de la IV a la V República no liquida la multiplicidad de partidos y de opciones políticas que existían en la vida pública francesa y que para que el nuevo sistema funcione es necesario integrarlos en los nuevos dos grandes núcleos. La personalidad carismática de De Gaulle consigue aglutinar a la derecha y la extraordinaria habilidad táctica de Mitterrand hace lo mismo con la izquierda, con la ayuda decisiva en ambos casos de la nueva estructura institucional, que no les deja otra alternativa: o transformarse o desaparecer.
Ahora bien, esta interiorización de la diversidad política e ideológica en los dos polos instala la confrontación en su interior, que sólo cabe resolverse o mediante la exclusión de uno de los sectores enfrentados, lo que conlleva un debilitamiento importante de la formación política a la que afecta, o a través de una gestión inevitablemente reformista de la misma, si se quieren preservar su integridad y la eficacia de su funcionamiento. La gran dificultad de la operación consiste en evitar que la persistencia de las diversas tendencias ideológicas se encarnen en corrientes diferenciadas, que aspiren y se conviertan en pugnas por el poder con el riesgo que supone para la existencia colectiva. Frente a ello, lo más eficaz es echar mano del tratamiento consensual único capaz de restablecer la convivencia sin mayores daños. De aquí la importancia del reformismo intrapartido.
En el último tercio del siglo XX, el reformismo político tiene su gran momento de gloria en la transición de los regímenes autocráticos a la democracia. De hecho, tanto en la Europa del Sur y en la del Este como en América Latina, el acceso de los totalitarismos fascistas y/o militares a la democracia se hace recurriendo al instrumento reformista por excelencia, la negociación. El dilema reforma/revolución que preside todas las transiciones democráticas de esa época se escora sin excepción alguna en favor del primer término, dando lugar a una serie de democracias verdaderas en su conclusión, pero negociadas en su origen. Los cuatro volúmenes del análisis pionero dirigido por Juan José Linz y Alfred Stepan, The Breakdown of Democratic Regimes, muestran por qué, lejos de las glorias de la Marcha sobre Roma y de los horrores de la Guerra Civil española, no podía ser de otra manera. Por su parte, las numerosas monografías de que disponemos sobre el desmoronamiento de los regímenes comunistas de la Europa central y oriental han confirmado la primacía reformista de todos estos procesos y lo acertado de las hipótesis analíticas de Linz.
La última aparición del reformismo en la vida política europea la debemos a Anthony Giddens en el ámbito teórico, y al laborismo con Tony Blair a su cabeza en el político. El viejo término Tercera Vía -Third Way-, que ha servido en tantas ocasiones, reaparece con la ambición de devolver a la socialdemocracia una vigencia que ha perdido casi por completo, actualizando sus núcleos programáticos y modernizando sus prácticas de gobierno. Este nuevo laborismo dice situarse en el centro-izquierda, pero en realidad, y tal como expone Giddens en su libro Mas allá de la izquierda y de la derecha, a lo que aspira es a consensuar ambas opciones, atenuando al máximo sus perfiles diferenciales para poder hacer, como ya recomendabanGuy Mollet y la vieja SFIO francesa, una política de derechas con referentes de izquierda. Una crítica certera, aunque en parte connivente al nuevo laborismo y a sus aspiraciones reformistas, es la autocrítica que se contiene en la primera parte del último libro -The Third Way and its Critics, Polity Press, 2000- que Giddens ha dedicado a este tema.
Una consideración más frontalmente descalificatoria ha sido la formulada por autores como Stuart Hall, Chantal Mouffe, Steven Lukes, Alan Ryan, etcétera, para quienes se trata de una operación cosmética que, con el pretexto de modernizar el programa para adaptarlo a una situación nueva y distinta, lo que hace en realidad es confortar el statu quo renunciando a acometer los grandes problemas. Y así, la globalización a la que considera consecuencia inevitable del desarrollo tecnológico y de los procesos económicos actuales, casi un hecho natural; la creciente desigualdad que afirma inseparable de la creación de riqueza, lo que impide el lanzamiento de cualquier política de redistribución; la inutilidad de establecer cualquier tipo de regulación del mercado por la capacidad autorreguladora del mismo, que no conviene perturbar con apósitos institucionales; la receta de la criminalización de la sociedad como sólo recurso contra la inseguridad social y el terrorismo político, etcétera; la reivindicación de la familia tradicional y de los valores religiosos frente a la aceleración del cambio y a la potencia disruptiva de los nuevos usos sociales, etcétera. Si la principal consecuencia hasta ahora del reformismo de Blair ha sido la de confortar el capitalismo y sus posiciones de poder en el Reino Unido, esto se debe, en gran medida, a la inexistencia de un modelo alternativo al que acercarse mediante una serie de reformas sucesivas.
La ausencia de esa alternativa es la que hace hoy imposible el reformismo político y condena a la inexistencia todos los intentos en ese sentido. El fracaso de persona tan valiosa como Miguel Roca en su tentativa de lanzar un partido reformista en España encuentra su explicación en esa falta de horizonte para una acción pública anclada en la reforma. La doctrina del primado del accionista y de la gestión empresarial basada exclusivamente en sus intereses, la sumisión de los mercados al diktat del oligopolio de las grandes empresas -compañías petrolíferas, operadores telefónicos, la gran distribución, los imperios mediáticos, etcétera-, el totalitarismo financiero de los bancos y la financiarización de la vida económica, la fragilidad de la democracia postotalitaria, la mundialización del capital frente a la persistencia de la dimensión territorial y nacional de la democracia y de la política, la drástica reducción de la capacidad negociadora del mundo del trabajo en función del paro endémico y de la precariedad laboral.
Sobre todo, la colonización del Estado por los poderes económicos hace hoy impracticable un reformismo político que apunte al cogollo mismo de la vida de los Estados, a una refundación neokeynesiana de la organización económico-política de la comunidad. Hoy sólo cabe un reformismo en sus márgenes, o, más precisamente, un reformismo societal. El desarrollo de la vida asociativa, la conquista ciudadana del tiempo libre, la autogestión individual/comunitaria de la vida cotidiana. El conjunto de reformas que representan la ley de dependencia, las condiciones para fumar en lugares públicos, la modificación de los horarios profesionales y públicos, el esfuerzo de adecuación institucional de la vida en pareja a su nueva realidad social, etcétera. Son auténtico reformismo societal. Que es el único que cabe. Por el que hay que felicitar a José Luis Rodríguez Zapatero.
José Vidal-Beneyto es catedrático de la Universidad Complutense y editor de Hacia una sociedad civil global.
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