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La izquierda en América Latina

Que se ha consolidado la democracia en Latinoamérica queda bien patente en el hecho, que hace 10 años hubiera parecido inverosímil, de que la izquierda vaya ganando elecciones una tras otra. Hugo Chávez en Venezuela, Luiz Inácio Lula en Brasil, Tabaré Vázquez en Uruguay, a los que cabría añadir Ricardo Lagos en Chile y Néstor Kirchner en Argentina, cerrando por ahora la lista Evo Morales en Bolivia, aunque en el horizonte se prolongue con Michelle Bachelet en Chile y López Obrador en México. Una buena parte de los que en nombre de la democracia se habían opuesto a los movimientos revolucionarios armados no esperaba que esto ocurriera, pero tampoco a la izquierda le cabía en la cabeza que podría llegar al poder en elecciones libres.

En realidad, no hay motivo para sorprenderse si, además de la ineficacia y corrupción de los partidos tradicionales, tomamos en cuenta la enorme desigualdad social de estos países. A nadie ha de extrañar que en libertad la inmensa mayoría de los desposeídos se incline por las opciones más subversivas, populares o populistas. Hace mucho tiempo que habríamos llegado a esta situación si, ante la mera posibilidad de un triunfo de la izquierda, la derecha no hubiera reaccionado siempre con un golpe militar. Si la democracia no sirve para reforzar el orden socioeconómico vigente, se derroca y en paz. Empero, mantenerse sobre las bayonetas termina trayendo un sinnúmero de problemas que obliga a abrir un nuevo periodo de democracia controlada en la esperanza de que el pueblo hubiera aprendido a respetar los límites del sistema, algo, claro está, que tampoco funciona. En el último siglo, Argentina, Brasil, Venezuela, Bolivia, Uruguay agotaron hasta la saciedad este círculo vicioso, del que ni siquiera se libró Chile, el país en el que parecía que la democracia estaba mejor asentada.

Nada sorprende que los pueblos voten a la izquierda; el acontecimiento que es menester recalcar es que las derechas no puedan ya acudir al golpe militar; la última vez lo intentaron en Venezuela con el desenlace conocido. Convencida la sociedad latinoamericana de que la democracia es el mejor sistema para negociar soluciones moderadas, pocos están dispuestos ya a oponerse de frente a las reformas necesarias. Pero también la izquierda ha aprendido que no hay atajos que permitan llevar a cabo una política social que no se base en los rendimientos económicos. No será tarea fácil aumentar la producción con los mercados exteriores cerrados, ni mejorar la productividad con más de la mitad de la población sin trabajo. El factor más esperanzador, sin embargo, es que la izquierda latinoamericana no cree ya en la colectivización como el paso indispensable para construir una sociedad igualitaria en libertad. Los gobiernos de izquierda son conscientes de sus límites, no obstante estar convencidos de que cabe hacer mucho en las políticas educativas y sanitarias, pero únicamente si se acompaña con un crecimiento sustantivo de la economía.

Con todo, nada se entiende de lo que está ocurriendo en América Latina si no se subrayan las enormes diferencias de cada una de las izquierdas en el poder. Lo único que las une, con la sola excepción de Chile, es la oposición visceral a la hegemonía de Estados Unidos en la región, siempre latente en los pueblos, pero que ahora la democracia ha hecho llegar a los gobiernos. El hecho decisivo es que a este afán latinoamericano de configurar una región más integrada e independiente corresponde un mayor distanciamiento de la gran potencia respecto a Latinoamérica. Una vez acabada la guerra fría, sin la amenaza de que una potencia enemiga tome posiciones en "el patio trasero", cuyo control tanto y más que un provecho económico tenía un valor estratégico, Estados Unidos ha desplazado su interés principal a Asia, donde se juega la supremacía mundial. Latinoamérica sigue muy lejos de Dios, pero ahora está mucho más apartada de Estados Unidos.

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