"Me pregunto si no es mejor estar muerto"
Los 15.000 soldados estadounidenses heridos son los grandes olvidados de la guerra de Irak
Los sargentos Christian Bagge y Chang Wong del Ejército de Estados Unidos perdieron sus piernas mientras libraban la guerra contra el terrorismo en Irak. El cabo José René Martínez perdió la cara. Víctimas de potentes bombas caseras, son tres de los casos más graves de los 15.000 soldados estadounidenses reconocidos oficialmente como heridos en Irak, e ignorados por el gran público. Son también la prueba viva y dolorosa de la conclusión de un estudio militar interno, publicado recientemente en la prensa estadounidense, según el cual el 28% de los veteranos de Irak necesitan atención médica o psicológica. Como pude observar cuando hablé con ellos durante una visita supervisada en el Centro Médico Militar Brooke de San Antonio (Tejas), Bagge, Wong y Martínez han tenido enorme necesidad de ambas cosas.
El 28% de los veteranos de la guerra de Irak necesita atención psicológica
La primera reacción de un herido fue dar a sus compañeros el correo electrónico de su esposa
Un soldado se declara afortunado porque el fuego sólo le quemó un 40% del cuerpo
Algunos aceptan peor sus sufrimientos porque consideran confusos los motivos para la guerra
Un recurso para evitar el rencor es pensar que otros han tenido peor suerte y han muerto
La pérdida de Bagge es aún más amarga por el dulce recuerdo que la precedió. Se casó con Melissa, su amiga de la infancia, el 9 de marzo, entre dos misiones en Irak. Pasaron dos semanas de luna de miel en Las Vegas, y las disfrutaron con el más profundo deleite por saber que, al acabar, él se subiría a un avión para dirigirse al lugar más aterrador del mundo. El 3 de enero, seis días antes de que se cumplieran tres meses de la boda, perdió las dos piernas por debajo de la rodilla, cuando lo que el Ejército llama un dispositivo explosivo improvisado (en sus siglas en inglés, IED) estalló bajo el humvee, el vehículo blindado que conducía.
"Todavía hoy", dice, "pienso sobre todo: 'No es posible que me esté pasando esto'. Todavía creo que me voy a despertar y encontrarme con que todo ha sido un mal sueño. Me esfuerzo en ser optimista. Lo soy, por naturaleza, pero me cuesta y es muy difícil. Es una batalla cada día".
Hablamos en un sitio en el que muchos otros soldados heridos llevan luchando mucho tiempo: la luminosa sala de ejercicios del Centro Médico Militar Brooke, donde los médicos están especializados en devolver el movimiento a los amputados y la piel a las víctimas de quemaduras. La atmósfera pretende ser alegre. En las paredes hay fotografías enmarcadas de soldados mutilados practicando el tiro con arco o esquiando en la nieve.
Bagge, que tiene 23 años, como su mujer, está sentado en un colchón de plástico negro, tan alto como una cama, con sus dos muñones vendados apoyados en el borde. Clásico chico estadounidense -limpio, serio y expresivo-, Bagge confiesa que entró en el ejército hace seis años para obtener educación universitaria gratuita, pero se vio sorprendido porque le llegó a entusiasmar la vida de soldado. "En Irak había tensión constante, claro. Patrullábamos mucho a pie, registrábamos supuestas aldeas terroristas. Saltábamos de helicópteros, irrumpíamos en los pueblos y echábamos puertas abajo. Estabas muy asustado, pero te aficionabas a la excitación. No puede haber nada más emocionante en la vida".
Melissa, rubia, atractiva, con las uñas de los pies pintadas, está sentada a su lado y escucha impasible, como si estuviera acostumbrada a oírle hablar así, oscilando entre la frustración y la necesidad de sacar algo de permanente valor del sacrificio de sus piernas. De vez en cuando, ella pasea su mirada por la sala con la vacuidad de lo cotidiano, mira a los enfermeros, los fisioterapeutas, la media docena de jóvenes a los que les falta algún miembro y que están aprendiendo a dar los primeros pasos sobre unas patas metálicas y largas, de alta tecnología -con unos microprocesadores diseñados para "control de caídas"-, que les permitirán no sólo volver a andar sino incluso a correr. A su marido le van a probar unas por primera vez el día de mi visita.
Tiene a su favor su fe en Dios, explica. Sus padres fueron -y siguen siendo- misioneros cristianos en Bolivia. Él tocó la batería en un grupo de rock cristiano. Sin embargo, la batalla cotidiana que dice librar en su interior, entre el optimismo y la amargura, se detecta cuando recuerda los detalles de lo que le pasó. Las palabras de Bagge apuntan a una profunda desilusión, pero su tono de voz no es ni quejoso ni resentido. En su preocupación por mantener un control "profesional" -así lo asegura más de una vez-, por recordar que es un militar hablando con un periodista, no sentencia, no protesta abiertamente por la cruel sucesión de desgracias y errores de juicio que desembocaron en el incidente en el que perdió sus piernas. Se limita a enumerarlas.
"Se suponía que no debíamos estar patrullando a una hora tan tardía de la noche, se suponía que no debíamos estar en aquella parte del desierto, se suponía que yo no debía conducir; sin embargo, todo eso pasó", explica. "El soldado que tenía que conducir el humvee se dejó las gafas de visión nocturna en nuestra base de Kirkuk, así que yo, que no me había olvidado las mías, me puse detrás del volante". La bomba, enterrada en la arena, estalló a las 4.20, al hacer contacto con la rueda más cercana al asiento del conductor. "La explosión hizo un ruido tremendo y luego, durante una eternidad, silencio. Entonces, Méndez empezó a decir nuestros nombres. Oí a los otros cuatro que respondían: 'Ok; Ok; Ok; Ok'. Y empecé a dar unos alaridos incontrolables, hasta que alguien gritó: '¡Bagge está herido!' Me noté el uniforme húmedo por la sangre. Bajé la vista y vi que la puntera de mi bota izquierda había girado 180 grados y miraba hacia atrás. Y pensé: 'Esto no está bien'. No podía ver la rodilla derecha, y el brazo izquierdo me dolía enormemente, y me di cuenta de que estaba atrapado en el amasijo de instrumentos del vehículo. Entonces les di a mis compañeros el correo electrónico de mi mujer y recé, porque supe, supe, que iba a morir".
Un intrépido piloto de helicóptero decidió saltarse la burocracia que retrasaba el rescate de Bagge. Tuvo que esperar 90 minutos, me explica, por las normas que restringen las misiones nocturnas para los helicópteros de evacuación médica. "Dos horas más así, y habría muerto desangrado", cuenta Bagge, que se esfuerza en mantener un tono estrictamente objetivo, pero no puede contener cierta exasperación al recordar cómo le dieron la noticia a su esposa.
Ella dice que vivió aterrada cada día que él estuvo lejos, a diferencia del resto de su familia que, "como la mayoría de la gente", oían noticias ocasionales en los informativos de televisión sobre soldados que morían en Irak, pero no tenían "ni idea" de los muchos más que volvían heridos. "La primera vez, llamaron para decirme que tenía dos piernas rotas y un dedo del pie amputado", recuerda Melissa. "Luego volvieron a llamar, un par de horas más tarde para decir que tenían más noticias, que habían amputado las dos piernas...". "Y luego", prosigue Christian, luchando para contener su enfado, "llamaron con otra novedad. Dijeron que me habían amputado el brazo izquierdo...".
Estuvieron a punto, pero, gracias a un milagro de la ciencia -realizado bajo una larga y tortuosa cicatriz roja que recorre el interior de su codo-, consiguió recuperar el uso del brazo. Ahora observa su poderoso bíceps y lo flexiona. Pero en esa breve mirada, ve algo por el rabillo del ojo que borra el germen de sonrisa que afloraba. Lo que ve es una imagen de su futuro: un soldado flaco y de triste rostro que entra en la sala sosteniéndose con dificultad sobre dos de esas patas metálicas inteligentes que pronto se convertirán en compañeras suyas para toda la vida.
Una mujer también menuda y delgada, vestida de civil, lleva al joven del brazo y le acompaña hasta una bicicleta de ejercicios, donde le ofrece el hombro para que, entre muecas y sudores, pueda subirse al asiento y colocar sus frías extremidades sobre los pedales. Es de imaginar el dolor y la dificultad que debe suponer adaptarse a esas piernas de androide, sujetas con un tornillo a la rodilla y rematadas con unas zapatillas de deportes, de marca, donde antes iban los pies.
El soldado es Chang Wong, y la mujer que le acompaña es su madre. Los dos nacieron en Malaisia. Ella le trajo a Estados Unidos cuando tenía dos años, en busca del sueño americano. Su rostro es la imagen de la melancolía.
Mientras Chang Wang pedalea enérgicamente con sus piernas nuevas, con los ojos inyectados en sangre y el rostro en un gesto de dolor que revela Dios sabe cuántas lágrimas solitarias, se siente obligado a explicar que los iraquíes se pueden dividir en "buenos", que son los "amigos", y "malos", que son unos "buitres". "Siempre nos estaban pidiendo golosinas y cosas", dice, respirando con fuerza y proyectando su infelicidad en los pedales. "Buitres, sí. Ésa es la palabra".
¿Se arrepiente de haberse alistado y haber ido a luchar a Irak? "No sirve de nada quejarme de mi destino", responde, "porque ya no se puede hacer nada. No me va a servir de nada. Así que más vale no arrepentirse". Ve algo detrás de mí y se calla, como había hecho antes Bagge al verle a él. Me doy la vuelta y veo sentado, en el gran colchón de plástico negro situado detrás de Bagge, a un soldado grandullón, casi tan ancho como alto es Chang Wong, sin las dos piernas -uno de los muñones, muy por encima de la rodilla-. Tiene la cara cubierta por las manos, enterrada en el colchón, y solloza sin parar, en silencio, agitando suavemente sus anchos hombros. Chang Wong respira hondo y aparta la mirada para fijarla en algún punto lejano. ¿No está resentido, pues? "Tengo que ver el lado bueno", responde. "Estoy vivo. Muchos otros han muerto. Muchos otros están peor que yo".
Christian Bagge dice lo mismo sobre los heridos de la Unidad de Quemados. "Tengo suerte", dice. "Allí se ven cosas mucho peores que aquí. Prepárese. Es duro. No tengo palabras para lo que viven esos tipos, los rostros quemados e irreconocibles. Uno se queda mirándolos, no puede evitarlo. A veces, me pregunto si no es mejor estar muerto".
Es el caso de un soldado de 19 años, llamado Merlin, que sufrió quemaduras en el 97% de su cuerpo por una explosión ocurrida en febrero de este año. La única parte de su cuerpo que quedó indemne fue la planta de los pies. Ocho meses después, seguía en cuidados intensivos. Tenía momentos en los que el dolor disminuía y estaba lúcido. En uno de esos instantes, hace poco, le pidió a un voluntario que le visitaba que le consiguiera el vídeo de una película que deseaba ver: Scarface, Cara Cortada, la violentísima película protagonizada por Al Pacino.
No es fácil saber qué consuelo podía extraer de ver una película así, pero lo que está claro es que ningún encargado de efectos especiales de Hollywood sería capaz de alcanzar el horror real del rostro de Merlin, visible a través de una ventana cuando estaba tendido en un quirófano en el que se sometía a la rutina diaria de limpieza y desinfección de su cuerpo despellejado. Mientras una enfermera y un médico cubiertos con máscaras le limpiaban con algo que parecía gasa, él se quejaba y gritaba. La cara era una masa gelatinosa, blanca y rosada.
Casi igual de desgarrador es el espectáculo en el ala de terapia ocupacional de la Unidad de Quemados donde enseñan a los heridos a volver a utilizar sus manos abrasadas. Unos enfermeros especializados se sientan en las mesas con media docena de jóvenes terriblemente desfigurados -a veces es difícil decir si son hombres o mujeres- y se ocupan pacientemente de sus espantosas lesiones.
Uno de los que observan la escena es José René JR Martínez, que ya ha pasado por eso y tiene cierta idea de lo que está sufriendo Merlin. "Estos chicos acaban de salir de cuidados intensivos y éste es el primer paso de un largo viaje", dice JR, que tiene 22 años y cuya madre procede de El Salvador. Lleva dos años y medio en el Centro Médico Militar Brooke. Ha sufrido 33 operaciones. Antes, del cuello para arriba, tenía el mismo aspecto que tiene ahora Merlin. La bomba que le quemó el rostro estalló hace dos años y medio, cuando llevaba menos de un mes en Irak. "Mi madre vino al hospital inmediatamente después de que me trajeran, y, cuando se asomó a la misma ventana por la que acabamos de ver a Merlin, dijo: 'No, ése no es mi hijo".
Hoy, JR guarda cierto parecido físico con el joven que entró en el ejército a los 19 años. Tiene un agujero donde antes estaba la oreja izquierda, pero tiene labios, y una nariz pequeña, y la cara y la cabeza, calva, están cubiertas por un mosaico de trozos de piel morena estirada, procedente, sobre todo, de su pecho. Y, tal vez lo más milagroso, tiene párpados. Durante tres meses no los tuvo. Hicieron falta siete operaciones para colocarle unos que funcionaran.
"Soy afortunado", dice JR. "Estuve 10 minutos dentro de un humvee en llamas, hecho una auténtica bola de fuego, antes de que me pudieran sacar. Y, sin embargo, sólo sufrí quemaduras en un 40%. He visto a muchos peores que yo. Ahora estoy con fuerzas y todos los días le doy gracias a Dios por estar vivo".
Es fuerte. Hombros anchos, voz segura. A diferencia de Chang Wong, no se siente confuso. A diferencia de Christian Bagge, no alberga ninguna ambigüedad. "Claro, la primera vez que me vi la cara en el espejo, mi reacción fue sentirme furioso, negarlo, esto es un mal sueño, por qué yo. Pero lo que nunca hice fue arrepentirme de haber entrado en el ejército o haber ido a Irak. Estaba orgulloso de ello, y sigo estándolo".
JR ha viajado por Estados Unidos para pronunciar discursos de motivación ante reuniones de veteranos y actos del Club de los Rotarios. Lleno de energía y decidido a escribir alguna vez un libro sobre su experiencia, el resto del tiempo lo dedica a ser el encargado extraoficial de subir la moral a otros heridos como él, de ser el filósofo residente. "No todo el mundo tiene la misma actitud que yo, por supuesto. Hay muchos que sí que dicen que les gustaría no haber ido a Irak, que harían lo que fuera para dar marcha atrás al reloj. Algunos llegan a decir que preferirían estar muertos. Pero es una etapa que hay que superar. No sirve de nada arrepentirse. Cada uno tiene su vida y hay que sacarle el mejor partido posible. No vale de nada detenerse en los 'y si...'. En mi caso, incluso me alegro de que me ocurriera esto. Prefiero a este JR que habla que al que era antes. Me siento mucho más rico. Mucho mejor como ser humano".
También se siente satisfecho con la guerra de Irak. "La apoyo por toda la libertad que tenemos en Estados Unidos. ¿Le gustaría vivir en la situación de los iraquíes? ¿No tener libertades ni derechos? ¡Por supuesto que no! Si nosotros disfrutamos de estas libertades, ¿por qué no podemos dárselas también a los iraquíes? Es verdad que en Irak hay gente mala, pero también hay mucha buena. Recuerdo que algunas personas nos aplaudían cuando pasábamos...". El reciente referéndum sobre la nueva constitución en Irak fue importante para JR. "Al ver eso, uno entiende por qué ha sufrido quemaduras graves, por qué un amigo perdió su pierna, por qué vio cómo otro amigo moría. Lo hicimos por eso. Para que pudieran votar".
Christian Bagge no se muestra tan directo ni tan seguro a la hora de decir cuántos iraquíes "buenos" o agradecidos había allí. "Los kurdos se alegraron de ser liberados, pero en las comunidades árabes había que estar vigilantes en todo momento. A veces nos invitaban a tomar el te, pero un segundo después te apuñalaban. Creo que era una treta, que aparentaban ser amables con nosotros. Eran medidas estratégicas para hacer que nos confiáramos. En mi opinión, era un engaño deliberado".
Al propio Bagge, su ejército le pidió que participara en una pequeña estrategia de engaño durante una reciente ceremonia de entrega de galardones en la que recibió un Corazón Púrpura. Antes de empezar, le dijeron que el público "no quería que le perturbaran", que querían que el acto fuera "agradable de ver". Por eso los organizadores le dieron unos pantalones largos especiales, diseñados para tapar los muñones de las piernas. Bagge dijo: "De acuerdo", y, al día siguiente, llegó a la ceremonia en silla de ruedas, con pantalón corto y las heridas a la vista de todos.
No obstante, Bagge insiste en todo lo bueno que le ha proporcionado el ejército, empezando por la camaradería. Recuerda con especial cariño a un "grandullón, paleto y terriblemente homófobo", llamado Richard Chance, que le tuvo estrechamente abrazado todo el tiempo mientras esperaba, ensangrentado, a que llegara el helicóptero de auxilio médico.
Por muy conmovedoras experiencias que haya vivido a veces con sus compañeros de armas y pese al extraordinario tratamiento médico que recibe, Bagge no parece tan seguro de su aprecio hacia el ejército como institución y a los poderes fácticos en general. No parece tener la misma necesidad que Martínez de conservar su fe terrenal. Ni tampoco parece haber alcanzado aquella paz, basada en la convicción de que la causa fue justa, que Martínez está convencido de haber logrado. Tal vez eso llegará más adelante. Tal vez le tenga que llegar para poder reconciliarse con el infierno que ha vivido, y el que le queda aún por vivir. Pero, por ahora, ante la gran pregunta, ¿mereció la pena?, Bagge reconoce que tiene serias dudas. No le gusta admitirlo porque es un soldado, repite, y es consciente de las repercusiones de sus palabras. Pero las dice, de todas formas.
"Debo tener cuidado con lo que digo porque quiero ser profesional, pero la verdad es que no estoy seguro sobre el precio que he pagado, porque los motivos para la intervención militar de Estados Unidos en esa parte del mundo han sido confusos. ¿Cuáles han sido?: primero íbamos a capturar a Bin Laden en Afganistán; luego, las armas de destrucción masiva y Sadam Husein; y luego, la libertad. Tengo que escoger uno. Así que escogeré la libertad, supongo. Sí, eso. La libertad para el pueblo iraquí".
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