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Columna
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Aceptación

En su enardecido discurso de aceptación del Premio Nobel, Harold Pinter expone sin rodeos unas opiniones radicales cuyo contenido no ofrece duda, para sorpresa de quienes no hemos seguido su trayectoria personal, pero sí su teatro, hecho de silencios, sobreentendidos y ambigüedades. En las obras de Harold Pinter siempre quedan puertas abiertas a interpretaciones contrapuestas, cabos deliberadamente sueltos, la posibilidad de que lo que acabamos de ver no haya sucedido como nos ha sido contado, sino de otro modo; incluso de que no haya sucedido nunca. Fragmentos de fragmentos apenas entrevistos, que no están pidiendo aclaración, sino conjetura. Ahora, en el crepúsculo de su carrera literaria, el discurso de aceptación nos brinda una clave para reinterpretar una parte de su obra en términos políticos. O tal vez no.

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Muere el dramaturgo Harold Pinter a los 78 años

Noventa años atrás, otro dramaturgo, destinado también a recibir en breve el Premio Nobel, hace lo contrario. El 18 de mayo de 1916 don Jacinto Benavente estrena en el teatro Lara de Madrid La ciudad alegre y confiada, continuación de Los intereses creados, aunque algo inferior a ésta según los críticos de entonces, un matiz difícil de apreciar para el lector de hoy. Sea como sea, el estreno viene precedido de gran expectación, porque Europa está en guerra y España, que se mantiene neutral, está dividida en dos bloques irreconciliables: los germanófilos y los aliadófilos. Benavente pertenece al primero; Unamuno, al segundo. Y ha corrido la voz de que en La ciudad alegre y confiada, obra de carácter claramente alegórico, el ilustre dramaturgo expondrá su opinión sobre este grave asunto. El estreno, sin embargo, no resulta en el enfrentamiento previsible, sino, como es habitual, en un éxito clamoroso de público, porque en la fría ironía que vela los argumentos de la comedia, todos creen ver la confirmación de su propia postura. Ni siquiera la notoria actitud del autor impide que cada espectador vea reflejadas en el escenario sus emociones y sus certezas.

Estos días, en el tinglado de la antigua farsa reunido en Estocolmo, una audiencia cortés y encorsetada escucha con beneplácito la filípica de Harold Pinter y aplaude entusiasmada lo que considera, a fin de cuentas, un brioso discurso de aceptación.

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