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Reportaje:REPORTAJE

Trastienda de una exposición

Descubrimos el Museo del Prado entre bastidores en los días previos a una muestra de pintura del XIX español. Restauradores, brigadas de transporte y diseñadores componen, bajo la batuta del comisario, un recital de arte en movimiento.

Descubrimos el Museo del Prado entre bastidores en los días previos a una muestra de pintura del XIX español. Restauradores, brigadas de transporte y diseñadores componen, bajo la batuta del comisario, un recital de arte en movimiento.

Ramón de Errazu tiene la frente manchada. Subida a una escalerilla, Eva Perales, restauradora de la pintura del siglo XIX del Museo del Prado, se la limpia con mimo para que luzca en consonancia con su impecable pose de dandi de finales del XIX. Hace ahora un siglo, este hidalgo vasco con negocios en México, miembro de los más distinguidos clubes parisienses y con una querencia especial por la pintura española de su tiempo, legó 25 cuadros que decoraban su casa del exclusivo distrito VIII de París, en la orilla derecha del Sena, los mismos que ahora se muestran en una exposición conmemorativa del centenario de este legado al Prado.

Sobresale entre ellos el propio retrato de Errazu, un óleo de más de dos metros de altura, obra de su amigo el pintor Raimundo de Madrazo, que lo estilizó notablemente para darle un porte aún más distinguido, a juzgar por los testimonios fotográficos que se conservan. Ramón de Errazu (San Luis Potosí, México, 1840-París, 1904), heredero de una importante fortuna labrada sobre el negocio de las salinas, se forjó una justa fama de burgués amante de las artes. Fue un bon vivant que conquistó marquesas y adquirió bodegas de vino en Francia (el Château de Cos d'Estournel, de gran prestigio en la corte de Napoleón III). Todo un carácter que, al final de sus días y, tras haber visto desaparecer casi todo lo que había querido preservar, decidió que nada sería más permanente que un legado al gran museo de su país, el Prado.

El trato de Errazu con su cuñado, José Domingo Irureta Goyena, un mexicano de origen vasco, amigo a su vez del pintor Mariano Fortuny y de Raimundo de Madrazo, influyó en su sensibilidad artística. Poco a poco fue construyendo una apreciable colección pictórica y muy española con la que decoró su palacete parisiense. Cuidadoso con cada detalle, encargó casi a medida sus 23 cuadros de Mariano Fortuny, Raimundo de Madrazo y Martín Rico, y los dos de Paul Baudry y Jean Louis Meissonier, ordenando a los artistas que no escatimaran en gastos y utilizaran los mejores materiales.

La sorpresa de los restauradores no deja de crecer a medida que van descubriendo las piezas guardadas en los almacenes donde se conserva la pintura española del siglo XIX desde el cierre por reformas del Casón del Buen Retiro, en 1998. "Todo es casi perfecto: obras hechas hace cien años tienen unos parámetros de conservación que un siglo después no se han mejorado", explica Eva Perales.

Amigo íntimo de Raimundo de Madrazo, de Mariano Fortuny y Martín Rico, el mismo Errazu pudo haberles sugerido los materiales que debían utilizar para marcos y bastidores, los mejores del París de la época. Las tablas donde están pintados algunos de los cuadros son de caoba, al igual que los bastidores, que habitualmente son de pino. Los marcos son prácticamente todos de ébano y roble tallados, no de pasta, como era costumbre. Uno de ellos es de bronce, una obra de arte firmada por el escultor y broncista Henri Alphonse Nelson, realizada ex profeso para el retrato de la reina María Cristina realizado por Raimundo de Madrazo.

Cada marco original lleva incorporado además un sistema que impide clavar las telas directamente sobre ellos. Unas traseras de bronce preservan la obra, de forma que el cristal no se coloca nunca directamente sobre el marco. "Creo que es la única colección del siglo XIX con estas características. Nadie utilizaba bastidores de caoba. Es una madera inalterable, que no se comba ni tiene alteraciones… la mejor que pueda encontrarse", señala Perales con admiración.

Detrás de la mirada al óleo de Ramón de Errazu, un personaje propio de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust (y, de hecho, es más que probable que estuviera entre los asistentes a una fiesta de la alta sociedad parisiense que describe el genial escritor en Sodoma y Gomorra), la trasera descubre una seda carmesí que recubre el bastidor, y, debajo, otra tela, un terciopelo cosido puntada a puntada protege al cuadro aún más del paso del tiempo.

La colección legada por Errazu es, en palabras de Javier Barón, comisario de la muestra, "un conjunto de excepcional importancia". Junto al gigantesco retrato del industrial, el resto de las obras son representativas de lo mejor de la pintura del siglo XIX. Las logradas Malvas reales, de Mariano Fortuny, reposan junto al desnudo de Paul Baudry La perla y la ola, que causó gran revuelo en su día y con el que los restauradores han tenido que emplearse a fondo para que el cuadro recupere sus volúmenes y carnalidad.

En la preparación de la exposición, Javier Barón no ha tenido que hacer selección de obras, pues se expone toda la colección, incluso el Retrato de la marquesa de Manzanedo, un personaje clave en la vida de Errazu y de la alta sociedad parisiense, un cuadro que en 1905 no se pudo exhibir quizá porque la propia dama puso reparos.

Un equipo de personas dirigidas por Barón comenzó después del verano la preparación de la muestra. Como primera medida había que documentar e investigar la vida de Ramón de Errazu. Ana Gutiérrez viajó a París y a Barcelona, y Carlos González Navarro, a México. Recorrieron los distintos edificios en los que vivió Errazu, visitaron hemerotecas y recabaron material epistolar. Siguieron los pasos del mecenas hasta hacer un retrato fidedigno de él y convertir el texto que figura en el catálogo de la exposición en la mejor reconstrucción de la vida de Ramón de Errazu.

También se siguió el recorrido de las obras y se verificó su autoría. Por ejemplo, la primera vez que se expusieron en el Prado, un error atribuía a Martín Rico Paisaje en Portici, que pertenecía a Fortuny. El mismo Madrazo aseguró a los responsables del museo que había visto a Fortuny pintar esta obra en Portici y el desliz se corrigió en el catálogo de 1933.

Semanas antes de la inauguración, la exposición ya tiene adjudicada su sala. Será la 51 A y B, en la planta baja del edificio de Villanueva, en el otro extremo del espacio donde se había mostrado el legado en mayo de 1905, un recinto de forma ochavada que hoy ocupan una serie de esculturas de mármol. Para las paredes se ha elegido el mismo color carmesí del damasco con que se tapizaron entonces para conferirle un aspecto lujoso.

Todos estos detalles los vigila de cerca el comisario Barón, al que asiste una coordinadora de exposición. Móvil en mano, Patricia Sánchez habla con las arquitectas encargadas del diseño de la sala, con los diseñadores gráficos que están elaborando las cartelas, con la prensa… En este caso se han ahorrado las negociaciones que han de mantenerse cuando las obras pertenecen a colecciones externas, ya sean de particulares o de museos.

Mientras los restauradores trabajan, se empieza a preparar la documentación fotográfica. Es un momento inmejorable que los conservadores del museo aprovechan para hacer las fichas de la exposición, porque con la limpieza de las obras suelen ponerse de manifiesto detalles que antes habían pasado inadvertidos.

Con las obras ya restauradas, el comisario da su visto bueno y el equipo de montaje se encarga de trasladarlas a la que será su nueva sala. Organizar un traslado de esta envergadura ha de hacerse cuando el museo esté cerrado al público. El lunes es el mejor día. La brigada de transporte, formada por especialistas en el manipulado de obras de arte, toma aliento y se enfunda unos inmaculados guantes de algodón para no dañar ni dejar huellas en tan bellos materiales. Manuel Montero, con 17 años en el equipo, recuerda haber realizado el traslado de un cuadro para el que hicieron falta 13 personas. Sin embargo, no ha presenciado en todos esos años ni una sola caída o accidente.

Conscientes de que es arte lo que se traen entre manos, cuatro operarios trasladan las obras hasta la sala ante la atenta mirada del comisario, que va adelantándose a la llegada de los cuadros colocando topes de goma para evitar posibles percances. Alguien comenta a su alrededor: "Parece como si fueran sus hijas".

La sala todavía huele a pintura. En el suelo, se van reuniendo poco a poco todas las obras, listas para ser colgadas. Se han dejado para este momento algunos retoques de restauración. Cada obra tiene asignada una ubicación concreta, para la que se han tenido en cuenta los diferentes tamaños y técnicas (óleo y acuarela). La altura a la que se sitúan suele ser estándar, 1,5 metros, y la separación entre ellas es de 1,4 metros.

Las cartelas en las que se presenta el título de la obra ya están encargadas. Victoria Polo, arquitecta y encargada del diseño de la sala junto a Elena Sequeros, asegura que lo importante es que los elementos externos se integren en la arquitectura del museo de forma que no se noten. Queda aún ocuparse de la iluminación de la sala, del control de la temperatura. Y, por supuesto, de la cartelería, las banderolas, los 100.000 folletos en castellano y en inglés que servirán para divulgar la exposición.

Cuando el legado de Ramón de Errazu se expuso por primera vez en el Museo del Prado tuvo la mala fortuna de coincidir con una impresionante muestra dedicada a Zurbarán. Aunque el mejor conocedor de arte que escribía en la prensa de la época, José Ramón Mélida, la calificó de "magnífica, un verdadero santuario del arte moderno", el público pasó de largo. Un siglo después se vuelven a reunir las obras. El martes 13 de diciembre será la segunda oportunidad para las 25 obras legadas por Ramón de Errazu al Museo del Prado y entonces las protagonistas serán sólo ellas.

La exposición 'El legado de Ramón de Errazu' puede verse en el Museo del Prado desde el 13 de diciembre hasta el 12 de marzo de 2006.

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