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Reportaje:LECTURA

Hitler contra Stalin

Hitler albergaba profundos prejuicios en lo tocante a la Unión Soviética, país que se convirtió en objeto particular de sus convicciones antisemitas, anticomunistas y antieslavas. Y así, no dudaría en definir Moscú como el cuartel general de la "conspiración judeobolchevique". Creía a pie juntillas que los soviéticos constituían el principal peligro que amenazaba a su nación. En un memorando privado escrito en 1936 afirmaba: "Alemania tendrá que ser considerada, como siempre, el centro de la lucha del mundo occidental frente a los ataques del comunismo". En público, durante un discurso pronunciado en 1937, en el mitin de Núremberg, se refirió a los dirigentes de la Unión Soviética como "una banda internacional de criminales judeobolcheviques inciviles", y acusó a su país de ser "el mayor peligro a que se hayan enfrentado la cultura y la civilización de la humanidad desde el derrumbamiento de los Estados del mundo antiguo".

Stalin no creyó lo que le decía el espionaje sobre la invasión y contestó: "Camarada Merkúlov, dile a tu 'informante' que deje su puesto en el Estado Mayor alemán de la Fuerza Aérea y que se vaya con su puta madre"
Los nazis tomaron buena nota del modo como Stalin y la policía secreta fueron eliminando en los años treinta a casi todos los que constituyeran la más remota amenaza
El dirigente alemán vaticinó serios peligros si la Unión Soviética acababa por alcanzar la condición de nación "moderna" con una población mucho mayor que la de Alemania

Ligado a tan abrumador odio ideológico para con la Unión Soviética, albergaba un temor más concreto: la elevada tasa de natalidad de que gozaban los eslavos. En efecto, hizo hincapié en su naturaleza de "raza inferior que se reproduce como las sabandijas". El dirigente alemán vaticinó serios peligros si la Unión Soviética acababa por alcanzar la condición de nación "moderna" con una población mucho mayor que la de Alemania. Si quería eliminar la necesidad de un conflicto en el futuro -que habría de afrontar en una posición menos ventajosa-, la nación tenía que actuar con rapidez.

Nada de lo expuesto, sin embargo, quiere decir que Hitler se dejase arrastrar a la guerra con la Unión Soviética por ningún género de fanatismo miope: ya había demostrado con anterioridad que no tenía reparo alguno en dejar a un lado sus convicciones más profundas cuando lo exigía la estrategia política. Ésa fue la razón por la que Ribbentrop, ministro nazi de Asuntos Exteriores, había viajado a Moscú en agosto de 1939 con objeto de firmar el pacto de no agresión con la Unión Soviética. Alemania necesitaba, desde un punto de vista meramente político, garantizar su frontera occidental a la luz del deseo de su dictador de invadir Polonia en un futuro muy cercano.

El 31 de julio de 1940 fueron, una vez más, consideraciones pragmáticas, que no ideológicas, las que expresó Hitler en el Berghof, su retiro de montaña en la Baviera meridional, al reunirse con sus mandos militares. Creía, cierto es, que debía tenerse en cuenta la posibilidad de invadir Gran Bretaña -de hecho, debían emprenderse cuanto antes incursiones aéreas sobre el país-; sin embargo, tal empeño seguía entrañando un gran riesgo. En aquel momento, y como no podía ser de otro modo, había llegado a la conclusión de que había otra vía posible de poner fin a la guerra: según aseguró, dado que las esperanzas del Reino Unido se mantenían vivas por la idea de que la Unión Soviética seguía ajena al conflicto y podía, más tarde o más temprano, acudir en su ayuda, la destrucción de esta última daría al traste con la última razón que llevaba a los británicos a proseguir la guerra. (...)

Un liderazgo opuesto

Al contrario que el dirigente alemán, del que podía decirse que, en esencia, había creado el Partido Nazi, Stalin no constituía la fuerza vital que había impulsado el comunismo soviético: aquel papel había recaído en la persona de Lenin. La autoridad de Hitler a la hora de atraer a las masas resultaba insustituible en el seno de su partido, en donde jamás contó con un rival serio. Stalin, por su parte, carecía de todo poder de captación; era un apañador, un pasante, "el hombre que se encarga de que se hagan las cosas", la figura callada que aguarda y escucha situada al fondo de la sala, subestimada hasta que llega el momento oportuno. De entre los integrantes de la cúpula comunista no había ninguno que pareciera tener menos probabilidades de suceder a Lenin en 1924: Zinóviev y Trotski gozaban de más talento en cuanto oradores, y Bujarin, de un mayor atractivo personal. Aun después de convertirse en dirigente de la Unión Soviética siguió prefiriendo la penumbra.De hecho, en la década de 1930, el número de ocasiones en que apareció en público fue insignificante en comparación con el caso de Hitler, y, por paradójico que pueda resultar, esta circunstancia le fue por demás favorable, ya que ayudó a engendrar la leyenda que hacía ver que siempre estaba trabajando por la nación, oculto pero vigilante. Así y todo, cuando llegaba el día del desfile anual, en la plaza Roja podía ver, al lado de su propio retrato, el de Lenin. Siempre tenía algo que le recordase que no era más que un sucesor de éste..., y los sucesores pueden ser reemplazados. Tal como lo expresó Bujarin en cierta ocasión: "Se siente infeliz porque no logra convencer a todo el mundo, ni siquiera a él mismo, de que es más grande que ninguno, y de ahí su desgracia".

Stepán Mikoián creció en el recinto del Kremlin durante la mencionada década. Su padre, Anastas, formaba parte de lo más selecto del Politburó, y él estuvo con el dirigente en muchas ocasiones. "Stalin era un hombre de natural muy atento", asegura. "Te miraba a los ojos cuando hablaba contigo, y si no le sostenías la mirada podía recelar que le estabas engañando. En ese caso era capaz de adoptar medidas muy desagradables... Era una persona desconfiada hasta el extremo, y ése constituía el principal rasgo de su carácter. Carecía por completo de principios: no le importaba recurrir a la traición y el engaño si lo consideraba necesario, razón por la que daba por hecho que los demás se comportaban de un modo idéntico. Cualquiera podía ser un traidor".

"Todos los que rodeábamos a Stalin", aseveró Nikita Jruschov, quien más adelante se convertiría en [el máximo] dirigente comunista, "éramos personas provisionales: se nos permitía seguir viviendo y trabajando siempre que él mantuviese cierto grado de confianza en nuestras personas. Sin embargo, en el momento en que comenzaba a sospechar de alguien se desbordaba la copa de su recelo". Trotski, quien siempre se consideró superior, opinaba así del nuevo dirigente soviético: "Sus colosales envidia y ambición no podían sino hacer que su inferioridad intelectual y moral le pesara a cada paso... Habría de pasar mucho tiempo para que me diese cuenta de que había tratado de establecer conmigo algún género de relación familiar. Así y todo, a mí me repugnaban precisamente las cualidades que le confirieron mayor fuerza..., lo estrecho de sus intereses, su pragmatismo, su tosquedad psicológica y el particular cinismo del individuo provinciano al que el marxismo ha librado de sus prejuicios sin reemplazarlos con una actitud psicológica de minuciosa elaboración mentalmente asimilada".

Huelga decir que tal apreciación peca de subestimar la figura de Stalin, quien, pese a carecer, acaso, del poder de captación de Trotski, era por demás astuto desde el punto de vista político. La combinación de inteligencia natural, pragmatismo, condición recelosa y crueldad que se daba en su persona le permitió desarrollar un método para retener el poder que resultó eficaz en grado sumo: el terror. Los nazis tomaron buena nota del modo como fue eliminando en la década de 1930 a casi todos los que, a juicio suyo o de su policía secreta, la NKVD, constituyeran la más remota amenaza. Por consiguiente, se especializó en usar el miedo como factor de motivación. Cierto historiador describe éste como una "inspiración negativa", ya que hacía que sus partidarios tuvieran que demostrarle constantemente sus cualidades. Cuando un joven general de las fuerzas aéreas aseveró sin ambages, durante una reunión a la que asistió él, que si el número de accidentes sufridos por aviones militares era tan elevado era porque "se nos obliga a volar en ataúdes", el dirigente soviético le respondió: "No deberías haber dicho eso, general", e hizo que lo mataran al día siguiente. (...)

Preparación del ataque

Los alemanes comenzaron a reunir una fuerza de tres millones de soldados con los que invadir Oriente, y Stalin supo, claro está, de aquella nueva concentración de tropas. Pero ¿cómo debía interpretar este hecho? ¿Se trataba, sin más, de una provocación, un medio de garantizar que la Unión Soviética no interrumpiese el abastecimiento de materias primas al aparato bélico germano? ¿O se trataba, acaso, de algo más serio? ¿No sería el anuncio de una guerra? Uno de los agentes soviéticos conocedores de la razón que se ocultaba tras el aumento de los efectivos militares alemanes fue Anatoli Gurévich, jefe de los servicios de contraespionaje militar en Francia y Bélgica. Haciéndose pasar por el director de cierta compañía suramericana, se las ingenió para infiltrarse en un grupo de comandantes nazis en Bélgica, y en octubre de 1940 tuvo noticia de que los alemanes pretendían atacar la Unión Soviética al año siguiente. "Fui obteniendo datos del traslado de tropas al frente oriental", recuerda. A principios de 1941 estaba ya haciendo llegar a Moscú, a través de la Embajada soviética en Bruselas, la información de que "la guerra comenzaría en mayo". Y lo mismo hacía Richard Sorge, agente soviético en Japón.

Espionaje desatendido

La postura de Stalin quedó reflejada en un documento secreto que no se hizo público sino tras la caída del comunismo. Tenía fecha del 16 de junio de 1941, y el remitente era V. N. Merkúlov, comisario del pueblo para la Defensa Estatal. "Un informante infiltrado en el cuartel general de la Aviación alemana", reza el escrito, "ha comunicado lo siguiente: 1. Alemania ha culminado todos los preparativos bélicos necesarios para acometer un asalto armado contra la URSS, por lo que debemos esperar ser objeto de ataque en cualquier momento... En el Ministerio de Economía se dice que, durante una reunión de todos los especialistas en planificación económica celebrada para tratar de los territorios 'ocupados' de la URSS, Rosenberg (a quien Hitler no tardaría en nombrar ministro de los Territorios Ocupados) pronunció un discurso en el que aseguraba que 'la idea misma de la Unión Soviética debe quedar borrada del mapa". En la primera página, Stalin había garabateado: "Camarada Merkúlov, puedes decir a tu 'informante' que abandone su puesto en el Estado Mayor de la Fuerza Aérea Alemana y se vaya con su puta madre. Lo suyo es más bien labor de desinformación".

A menudo se ha reprochado al dirigente soviético no haber tomado en serio advertencias como ésta. Sin embargo, hay que tener en cuenta, una vez más, que resulta fácil lanzar este tipo de críticas una vez conocidos los resultados finales. A la sazón, bien pudo no ser tan evidente. Él debió de dar por supuesto que Gran Bretaña seguía siendo la principal preocupación de Hitler, y que, al cabo, la invasión de la Unión Soviética lo condenaría a empeñarse en una guerra con dos frentes. Además, su país estaba siendo fiel a los diversos acuerdos por los que proporcionaba a Alemania materias primas destinadas al empeño bélico de los nazis. En octubre de 1939, la Unión Soviética había dejado incluso a su Armada servirse de un puerto exento de hielo al este de Múrmansk para reparar los submarinos destinados al conflicto del Atlántico norte. ¿Qué interés podía tener el alemán en poner en peligro su fructífera relación?

Stalin consideraba todas estas posibilidades contra el telón de fondo de su abrumador deseo de no hacer nada que pudiese irritar a los nazis. Poco había más alejado de sus intereses que entablar una guerra con ellos en 1941, y si bien es probable que pensara que la Unión Soviética estaba abocada a hacerlo más tarde o más temprano, estaba persuadido de que no sería hasta 1942 o 1943 como muy pronto. Entre tanto tenía tiempo para apercibir a su ejército y beneficiarse del protocolo secreto del pacto de no agresión firmado con Alemania, que concedía a su país territorios europeos entre los que se incluía una porción nada desdeñable de Polonia. Por tanto, puede concluirse que parte de su inclinación a no creer en la existencia de un plan definitivo de invadir la Unión Soviética debió de responder más a su deseo que a cualquier otro factor: lo que parecía una buena idea a los alemanes no lo era tanto para Stalin.

Sea como fuere, no estaba solo en el convencimiento de que con no encrespar a Hitler podría librar a la Unión Soviética de sus planes de invasión. El mariscal Zhúkov, que ejercía de jefe del Estado Mayor General soviético desde febrero de 1941, afirmaría más tarde: "La mayoría de quienes rodeaban a Stalin suscribía las opiniones políticas que había expresado antes de la guerra, y en especial la idea de que, si no propiciábamos provocación alguna ni dábamos un paso en falso, Hitler no vulneraría el pacto para atacarnos". (...)

El desconcierto de Stalin

La mañana del 22 de junio, Stalin se despertó en su casa de campo de Kuntsevo cuando le telefoneó el mariscal Zhúkov para ponerle al corriente de la invasión. En un principio, el dirigente soviético pensó que debía de haber un error. También se le pasó por la cabeza que los generales de Hitler podían haberse hecho con el poder tras un golpe de Estado, aunque tampoco descartó que pudiese tratarse de otra provocación. Ordenó a su ministro de Asuntos Exteriores que pidiera ayuda a los japoneses, pues quizá ellos estuviesen en posición de mediar con Alemania. El padre de Stepán Mikoián recibió orden de presentarse en el despacho de Stalin en el Kremlin, donde iba a celebrarse un encuentro con el fin de hacer frente a la situación. En aquel momento, y durante los primeros días de la guerra, "nadie era capaz de comprender lo que estaba sucediendo... Se habían interrumpido todas las comunicaciones, y no sabíamos con exactitud dónde estaban nuestro ejército ni el de los alemanes".

"Yo combatí tres días con sus noches en la frontera", recuerda Georgui Semeniak, quien contaba entonces 20 años y servía en la 204ª División soviética. "Los bombardeos, los disparos..., las explosiones de la artillería parecían no tener fin". Al cuarto día, su unidad emprendió la retirada... al caos. "La escena era deprimente: durante el día, los aeroplanos no dejaban de lanzar bombas sobre quienes se replegaban... Cuando se dio la orden de retirarse podían verse grupos numerosos de personas caminar en todas direcciones, aunque la mayoría marchó hacia el este". Mientras recorría Bielorrusia caminando a malas penas hacia levante observaba, presa de la desesperación, la deserción de sus oficiales. "Tenientes, capitanes, segundos tenientes pasaban de largo montados en sus vehículos... sobre todo en camiones que viajaban a los territorios orientales". Estando su unidad cerca de Minsk, la capital bielorrusa, la sección quedó "casi sin mandos, y, en estas circunstancias, nuestra capacidad de defensa se hallaba tan mermada que apenas había nada que pudiésemos hacer... El que se sirvieran de su rango para salvar el pellejo no nos pareció bien. Sin embargo, todos tenemos nuestras debilidades".

La culpa no debe recaer por entero sobre los oficiales que abandonaron a sus subordinados, siendo así que, cuando tuvo lugar la invasión alemana de 1941, y a consecuencia de las purgas y la precipitada expansión del Ejército Rojo, un 75% aproximado de aquéllos y un 70% de los agentes políticos llevaban, según ciertas estimaciones, menos de un año ejerciendo de tales.

La actuación de Stalin durante aquellos primeros días de la guerra no guardó demasiada relación con la realidad del campo de batalla. Reprendió a sus generales y les exigió que invadiesen las tierras del enemigo, con idea de seguir el plan de contraataque diseñado por los suyos en un principio, plan que a esas alturas no podía ser menos sensato, pues, sólo el primer día de la Operación Barbarroja, los alemanes habían avanzado sesenta kilómetros.

Optimismo irreal

Ante las primeras victorias de Alemania, Hitler debió de afirmarse en su convencimiento de que bastarían semanas para acabar con el Ejército Rojo. Y no fue el único que, tras el comienzo de la invasión, se persuadió de la nula capacidad de resistencia de los soviéticos: el secretario de la Armada de Estados Unidos escribió al presidente Roosevelt el 23 de junio: "Según los cálculos más optimistas de que soy capaz, Hitler no va a tardar más de seis semanas o, a lo sumo, dos meses en arrasar Rusia". Un día antes, el laborista británico Hugh Dalton había recogido en su diario la siguiente afirmación: "Me estoy preparando mentalmente para el precipitado derrumbamiento del Ejército Rojo y su fuerza aérea". Poco antes de lanzarse la ofensiva, el Comité Británico Conjunto de Espionaje había dejado constancia de que, a su juicio, la cúpula soviética carecía de iniciativa, y su ejército contaba con "un equipo por demás obsoleto". Por su parte, el Ministerio de Guerra británico comunicó a la BBC que no debía hacer pensar a los oyentes que la resistencia armada de los súbditos de Stalin pudiese durar más de seis semanas.

El 27 de junio, en Moscú, se vivió un momento muy delicado cuando Stalin y algunos de los miembros de su Politburó acudieron a una reunión en el Ministerio de Defensa, sito en la calle Frunze. El padre de Stepán Mikoián se hallaba entre ellos. "Comenzaron a hacer preguntas a Zhúkov, y pusieron mientes en que el estamento militar estaba a oscuras por completo, sin ser capaz de precisar nada en absoluto: dónde se encontraban nuestras tropas, dónde las de los alemanes, hasta dónde habían avanzado... No sabía nada con seguridad. Zhúkov estaba tan trastornado que, según me contó mi padre, poco le faltó para echarse a llorar".

Stalin era, por fin, consciente de que las fuerzas germanas estaban a punto de tomar Minsk sin que el Ejército Rojo pudiese hacer nada por evitarlo. Cuando salió de la calle Frunze se lo llevaban los demonios. "Lenin fundó nuestro Estado", decía, "y nosotros lo hemos mandado a tomar por culo". Poco después de la reunión se encerró en su casa de campo... y allí se quedó.

Un soldado alemán vigila un campo de concentración a cielo abierto con presos soviéticos en la retaguardia del frente ruso.
Un soldado alemán vigila un campo de concentración a cielo abierto con presos soviéticos en la retaguardia del frente ruso.

Laurence Rees

'Una guerra de exterminio. Hitler contra Stalin'. Editorial Crítica. El conflicto entre la Alemania nazi y la Unión Soviética no fue un teatro bélico más de la II Guerra Mundial, sino una guerra de exterminio. El autor de este libro -que escribió también 'Auschwitz: Los nazis y la solución final' y que prepara en la BBC documentales de historia- expone lo que fue ese enfrentamiento y el juego de estrategia de Hitler y Stalin. El volumen aparecerá en enero y ofrece fotos poco conocidas.

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