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Columna
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Ingestión

Las harapientas condiciones de circulación en muchos tramos de la red viaria vasca tienen entidad para horrorizar por separado, tomadas de una en una. Pero cuando se juntan, cuando se las consideras en bloque, como piezas del mismo puzzle, la imagen que componen resulta desoladora. Frente a determinados panoramas viales, yo no suelo saber qué pensar o qué creer; las carreteras se me antojan el reflejo o el símbolo de una realidad pública y social mucho más compleja, subterránea e inquietante. Me suelo sentir identificada entonces con Eeyore, uno de los protagonistas de El mundo de Winnie de Pooh, el famoso libro infantil de A.A. Milne: "Unas veces pensaba tristemente ¿por qué?; otras veces pensaba ¿a qué?; y otras pensaba ¿en qué medida? Y a veces no sabía exactamente en qué pensaba". Así me siento yo, ciudadana circulante en Euskadi, innumerables veces.

Sin ánimo exhaustivo enumeraré algunos casos flagrantes. Para empezar el precio. Es bien sabido que entre Bilbao y San Sebastián no hay más remedio que discurrir pagando por la autopista A-8. La otra opción la constituye una carretera secundaria (en realidad terciaria), sinuosa e inabordable, a menos que uno quiera invertir en un recorrido de 100 kilómetros medio día y los restos de su paciencia. ¿Por qué -como se preguntaría Eeyore-, por qué tenemos, pobres de nosotros, que pagar desde hace 30 años por circular por la única vía realmente disponible? Y a qué se debe que tengamos que pagar sean cuales sean las circunstancias del servicio: aunque haya atascos kilométricos u obras fenomenales. Porque esa es otra. En los países de nuestro entorno, para que una autopista pueda cobrar peaje, el tramo en obras no puede ocupar más de un determinado porcentaje del recorrido total. Ese tipo de normas de protección del usuario no debe de existir en Euskadi. Porque aquí pagas aunque dos tercios, por no decir todo el trayecto tengas que hacerlo entre obras, a vuelta de rueda y/o jugándote la vida como consecuencia de la señalización deficiente o de la mínima expresión a que han sido reducidos los carriles. Y entonces la pregunta no es tanto por qué, sino en qué medida esa diferencia de trato con nuestros vecinos europeos es sólo un signo -la punta del iceberg de los signos- de otras rebajas graves en nuestros derechos de ciudadanos y contribuyentes; de otros malos tratos a los que nos someten los responsables del (t)ramo, quiero decir, de la trama pública.

Pero es que hay más. Esta última semana he tenido que cruzar la frontera varias veces por la citada A-8; y lo que me he encontrado cada día es un panorama que creía incompatible con esta geografía y estos tiempos. Cada vuelta a casa me ha deparado la misma imagen: unos inmensos socavones como gesto de bienvenida y rasgo europeidad. Y por "unos" entiendo más de diez; y por "inmensos", capaces de tragarse entera la rueda de una moto o de un coche; es decir, de provocar accidentes irreversibles.

Siguiendo el curso de la interrogación desamparada de Eeyore (me) pregunto por qué los vascos -que tantas veces aparecemos como campeones del mundo de la protesta, la rebeldía o el cuestionamiento del estatus- soportamos con tan escaso pataleo semejante estado de cosas (raras). Supongo que la respuesta tiene que ver con el talento de nuestros gobernantes para distraer y descolocar los descontentos ciudadanos, y llevárselos a su huerto. Al huerto abstracto, esto es, inusable, de la identidad nacional. Y así, mientras nosotros circulamos territorialmente por baches, obras de pago, carriles temerariamente señalizados; mientras se nos pide deportividad (sic) frente a los atascos con peaje; y por un lado se nos anuncia el colapso total de la A-8 para el 2010, y por otro su tercer carril para el dos mil diecinueve (lo pongo en letras para que no parezca una errata); mientras estas y otras cosas suceden a ojos vista, el debate político-territorial sigue donde estaba, donde lleva decenios acampando; y amparando las pésimas gestiones o, como podría haber pensado Eeyore, las in-gestiones.

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