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Columna
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El libro, para el que lo trabaja

Una abrumadora mayoría social busca que la gratuidad de los libros de texto adquiera carácter de cruzada. La semana pasada, el Parlamento vasco instó al Ejecutivo a presentar un proyecto de gratuidad de los libros de texto. Asumían la propuesta PSE, PNV, EA y EB. Por su parte, el Departamento de Educación adelantó que ya lo estaba diseñando. Los populares no se creían que el Gobierno fuera a poner en marcha la propuesta, aunque aclararon que su partido también quiere evitar ese gasto a las familias. Al final no se sabe si se subvencionará la compra de los libros, si se regulará su préstamo, o si prevalecerá su uso comunitario, pero sí que todos los partidos anhelan impedir que el libro de texto aplaste la economía de este pueblo descalzo y desnutrido.

Explicar por qué los libros de texto deben costar dinero a las familias, salvo a aquellas de renta muy baja, sería una ofensa para cualquier mente en activo, y la posición adoptada por los diferentes partidos una buena excusa para glosar lo ineptos que son nuestros políticos. En eso consiste la demagogia periodística: en zaherir a los políticos pero alabar a las masas que los eligen. Por desgracia, no podemos consagrarnos a este simpático ejercicio, ya que en esta cuestión la sociedad no sólo no da lecciones a la clase política, sino que se revuelca en lodos aún más profundos. Frente a las pretensiones de Gobierno y Parlamento, que no cejan en el empeño de que los libros de texto nos salgan por la cara, la población se presta con buen ánimo al ultraje. Así, una pedagoga recordaba en la prensa qué malo resulta que los niños crean que pueden conseguirlo todo, aunque asombrosamente sólo aplicaba a los libros la corrección de tales avaricias. Y una madre declaraba: "Sólo hay que acostumbrarles, educarles. Mis hijas, cuando pasaron al instituto, también se las ingeniaron para utilizar libros de otros compañeros, y lo mismo han hecho en la universidad".

En serio: hay una madre orgullosa de que sus hijas universitarias no compren libros de estudio. ¿No habría que refundar el paisito? ¿No habría que demolerlo y levantarlo bajo nuevos presupuestos? ¿Es posible que la autora de esas declaraciones duerma hoy sin crisis de conciencia? ¿Se puede ser universitario mediando conductas tan innobles? ¿Es posible enorgullecerse de semejantes ahorros? ¿Cómo siguen rotando los planetas y ritmando su majestuoso decurso las corrientes marinas? ¿No estará cercano el día del Juicio Final? Las perplejidades se amontonan. Por ejemplo ¿a qué demonios este fervor comunistoide, con los libros de texto, en el caso de partidos como el PNV o el PP? ¿No sabe esa buena gente de las atrocidades a las que lleva el socialismo real, de las catástrofes inspiradas por Stalin o Pol Pot? ¿Por qué provocar calamidades semejantes en el mobiliario mental de las nuevas generaciones? Pasen todas esas monsergas del impuesto progresivo, la financiación pública de servicios esenciales o la donación del 0,7% al Tercer Mundo. Hágase todo lo necesario para tranquilizar nuestras conciencias (más allá del imposible objetivo de que la humanidad mejore en algo), pero dejen, por favor, las cosas serias bajo el imperio de la propiedad privada, del egoísmo individual. Póngase a expropiar cosas menores: castillos o apartamentos. Pero el libro, para el que lo trabaja, ya que albergamos la sospecha de que muchos de los que exigen su gratuidad simplemente no se lo merecen.

Tanto más hiriente resulta este asunto cuando al final sólo pretende ocultar una doble indignidad: la demagogia de los partidos políticos, dirigida a no ofender al populacho, y la estratagema de muchas familias, ansiosas de liberar nuevos fondos para dirigirlos a aventuras consumistas. El consejero de Educación expelía recientemente el siguiente enunciado: "Nuestro sistema educativo se basa en compartirlo todo". Yerra de largo. Incluso después de someter los libros a tan insalubre manoseo, aún habría en ellos algo rigurosamente intransferible: el aprovechamiento.

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