El riesgo
Un riesgo es la proximidad de un daño, o, en otras palabras, el resultado de multiplicar el coste de un acontecimiento posible por la probabilidad de que suceda. Por eso se dice, con verdad, que el riesgo es alto si el daño potencial es muy grande, y la probabilidad de que ocurra, considerable. El daño potencial de aceptar, rechazar o hacer un apaño con la propuesta del Estatuto de Cataluña es obvio. Es el de un aumento sustancial de las tensiones territoriales, que pueden ir a más, en un país que tiene un Estado de las Autonomías en equilibrio precario desde que fue diseñado borrosamente por su Constitución, y que, en 30 años de Gobiernos de todo signo, no ha sabido desarrollar una cultura potente de un patriotismo constitucional español. Con estos cimientos institucionales y culturales, no muy sólidos, la probabilidad de que el daño potencial se materialice es considerable porque o bien se aprueba lo sustancial de la propuesta del Estatuto (con las cláusulas sobre la nación catalana, el blindaje de competencias, la financiación y la bilateralidad incluidas), y en este caso el Estado español quedaría reducido a una sombra y la frustración de muchos españoles sería grande; o bien se rechaza en lo sustancial, y en este caso la clase política catalana, dadas sus expectativas, sufriría una decepción profunda; o bien se aprueba jugando con la ambigüedad y queriendo contentar a todos, y en este caso lo normal es que no satisfaga a nadie y los problemas queden pendientes pero con la gente más desconfiada que antes.
Bastantes ciudadanos perciben este riesgo, y, según encuestas recientes, el 46% de los españoles, y el 31% de los votantes socialistas, creen que el proyecto de Estatuto representa "una amenaza para la unidad de España", y el 47% de los españoles, y el 58% de los votantes socialistas, creen que "se deben hacer cambios importantes en él para que sea aceptable". Al mismo tiempo, el nivel de confianza en el líder socialista que podría propiciar esos cambios ha caído 28 puntos en los últimos 18 meses (de 66% a 38%). Es decir, bastantes españoles parecen estar preocupados por el problema y perdiendo confianza en la capacidad del liderazgo actual para resolverlo.
En su abrumadora mayoría, el público, atento y preocupado, se siente español, y le importan los símbolos, los nombres y el principio de la soberanía una, indivisible e irrenunciable de la nación española. Estará atento a sus intereses cuando se trate de discutir la financiación del sistema, dado que se ha acostumbrado a la idea de que todos somos iguales, lo que implica que todas las comunidades autónomas lo son; querrá servicios públicos homogéneos y, puestos a analizar las balanzas entre las regiones, puede mirar no sólo la fiscal de unos pocos años, sino también la comercial, la de flujos financieros y la de recursos humanos remontándose muchos años atrás. Además, muchos piensan que a España le hace falta un Estado operativo y sospechan que esta propuesta de Estatuto nos deja uno demasiado débil para los tiempos que corren. Hay situaciones de terror y de guerra que no se resuelven con palabras. La inmigración plantea problemas inquietantes. La marcha de la globalización tiene a muchos en vilo. A España le hace falta un Estado protagonista en Europa, y la voz de ese Estado, o su ausencia, se nota cuando sus ciudadanos (y sus empresas) tienen que ir por el mundo y defender sus intereses.
Con estos sentimientos e ideas en la cabeza, los españoles pueden extraviarse a veces en el fárrago de las 111 páginas de la propuesta del Estatuto, con su preámbulo difuso, sus 227 minuciosos artículos y sus disposiciones adicionales, transitorias y finales, pero comprenden el fondo del asunto, y se inquietan ante unos líderes socialistas cuya capacidad les comienza a resultar problemática y de cuya lucidez empiezan a dudar. Estos líderes parecen firmes en las formas, pero son ambiguos en el contenido. A estas alturas no se sabe si van a respetar lo esencial de la propuesta catalana o a cambiarla sustancialmente. Quizá apuestan por la volatilidad de la opinión, mientras reclaman la fe de los creyentes y fustigan a sus adversarios, y confían en un barullo final, la escenificación de un compromiso de doble fondo, una recuperación milagrosa in extremis, un suspiro de alivio y un voto agradecido. Pero con esto, olvidan el reguero de desconfianza que están dejando en el camino. Por ahora, las gentes ven una conducta ambigua que se explica porque o bien los socialistas no saben lo que quieren, y eso cuestiona su competencia; o lo saben pero no lo quieren decir, y eso cuestiona su veracidad; o quieren dos cosas contradictorias a la vez, y eso cuestiona su coherencia. Dicen querer el Estatuto venido de Cataluña ("Pasqual, te lo prometo, apoyaré el Estatuto que apruebe el Parlamento de Cataluña", Zapatero dixit), pero lo quieren tanto que lo quieren cambiar. Dicen que no quieren cambiarlo sustancialmente pero sí hacerlo compatible con la Constitución, lo que supone su cambio sustancial. Y cuando dicen que lo quieren cambiar a fondo (y dejarlo "limpio como una patena"), no tienen los votos para ello y atacan al único partido en el que podrían apoyarse para realizar un cambio semejante, lo que sugiere que, en el fondo, no quieren hacerlo. Quosque tandem Catilina? ¿Hasta cuándo Catilina nos contarás dos cosas contrarias al mismo tiempo? ¿Hasta que se te agote la voz o hasta que se nos agote la paciencia?
Los socialistas no se han dado cuenta todavía de que el caudal de confianza del público, incluso de su público, es limitado. Y lo que es peor. No se dan cuenta de que no sólo agotan la confianza del país en ellos, sino que están en riesgo de perder su propia confianza en sí mismos. Su identidad está ligada a las ideas fundamentales de crear solidaridad y hacer España, y si pierden su vinculación con estas dos ideas se pierden a sí mismos. No fomentan la solidaridad unos gobernantes que ensanchan cada vez más el foso que les separa del centro derecha de este país, al que dibujan en el imaginario colectivo como una derecha extrema; ni pueden justificar este exceso retórico con los ataques del adversario, porque ellos son los gobernantes de todos los españoles incluidos los muchos millones de votantes de su rival, y el oficio de gobernantes les obliga, a ellos más que a nadie, a una especial contención en las palabras y en los gestos. No pueden pretender construir una comunidad política sobre enconados sentimientos ape
-nas disimulados por blandas palabras; como no pueden establecer un clima de concordia con evocaciones a la Guerra Civil, con la contaminación reiterada de los adversarios como vinculados al régimen franquista y con el despliegue, a veces, de actitudes de reto y animosidad hacia los sentimientos religiosos de una parte de la sociedad. A la erosión de la solidaridad de España por su división en bloques ideológicos se añade la fragmentación territorial con el impulso de los conflictos distributivos entre comunidades y de las veleidades centrífugas de unas u otras, con el agravante de que los socialistas se han definido siempre como garantes de una solidaridad fundada en un Estado fuerte, y ahora están ellos mismos debilitando este fundamento. Al final de este proceso, puede quedar muy poco de la identidad y la tradición del socialismo español. La España de la transición fue posible por la contribución de los socialistas españoles, en un papel de protagonistas compartido con otros. Sólo así quedó atrás la España de charanga y pandereta, la España de los odios cainitas. Sólo así España se rehizo. Sería penoso que los constituyentes socialistas y los gobernantes socialistas de aquellos años se resignaran a pasar a la historia como los hacedores de la España de ayer, y los testigos del deshacerse de la España de hoy.
Víctor Pérez-Díaz es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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