Los buzos de la Ciutadella
Antes de estos años narcisistas, hubo una época flagelante, autodespectiva, acomplejada; y así, recuerdo a mi profesor de bachillerato Armando Armas Abadía (realmente tenía este nombre delicioso) (y no era nada tonto, al contrario, pero creía en demasiadas palabras-trampa con inicial mayúscula: Cultura, Historia, Razón, etcétera), que desde el autocar nos señalaba el arco de Triunfo y lo comparaba, desventajosamente, claro, con el de París en la plaza de l'Étoile, inspirado en el de Constantino en Roma pero dos veces más grande, y donde confluyen 12 famosas avenidas. El de Barcelona, a su juicio, era una especie de parodia, de caricatura del arco famoso levantado por Napoleón a mayor gloria propia y para que desfilasen por debajo las tropas imperiales después de ganar las últimas batallas. Cosa que no llegó a suceder porque, como es notorio, esas últimas batallas las perdió el depredador de Europa no ya en Waterloo, sino antes, en las estepas rusas y los páramos y cordilleras de España.
Un buen día llegué a París, vi el macizo arco en los Campos Elíseos, me atreví a que me pareciera pomposo y fatuo, y decidí para siempre que es mucho más bonito, alegre, airoso y elegante el arco de ladrillos, de inspiración mudéjar, el arco fabril que levantó Josep Vilaseca para que sirviese de entrada a la exposición universal de 1888. Admito la posibilidad de que esa preferencia no sea más que otra manifestación del narcisismo de la época. Discuto mentalmente sobre este asunto con el profesor A. A. A. cada vez que paso por allí camino al parque de la Ciutadella. No puedo ver el arco sin pensar en A. A. A., en París, su arco siniestro y sus bistrots encantadores.
En cambio, ¿con quién discutir o a quién preguntar qué pintan los cascos que se alzan sobre la verja que cierra la Ciutadella, junto a la puerta que da al paseo de Sant Joan, a la izquierda del monumento a Hermes, o al Comercio, de Agapito Vallmitjana? Elevados en lo alto de sendas varas de hierro varios metros más altas que las demás, supongo que serán yelmos heráldicos de la época medieval, tan cara a los modernistas, como se ve por ejemplo en el que remata el edificio de Domènech i Montaner, hoy Fundación Tàpies, sobre el que está posado un querubín trompetero; pero estos yelmos de la Ciutadella más parecen cascos integrales de moderno motorista, y más todavía parecen escafandras de buzo, colocadas allí como exvotos en un altar de fortuna. En el "parc estremit on sembla estar per renéixer / jo no sé quin deu mort, fill de la font i del verd", como dice Carles Riba en esas elegías del exilio, del despojamiento y de la trascendencia, donde un buzo metafórico, en la umbría ola marina "fa el vol invertit, amb l'esperança anhelant / de la gran perla perfecta que li serà salvadora". Salvadora porque el viaje del exilio, el viaje que a través de las islas y el mar de esos poemas emprende Riba es un viaje hacia las profundidades donde se abren las cámaras secretas del alma ansiosa de redención.
Quien haya nadado alguna vez con gafas y un tubo de plástico para observar a los peces y escuchar el profundo silencio del mar... O siquiera quien desde la orilla haya visto en el mar una muestra de las magnitudes superiores del espaciotiempo, infinitud, eternidad (como en cómica ocasión Silvina Ocampo, sorprendida por una tormenta en un malecón del Tigre, suplicó a sus amigos que se adelantaban a refugiarse en un café: "¡No me dejen sola frente a la inmensidad!"), ve de inmediato la correlación entre la aventura del buzo y la aventura espiritual. En las Elegies de Bierville Riba reclama "clou-te, cúpula verda per sobre el meu cap cristal.lina"; como El barco ebrio de Rimbaud, tras haber recorrido los siete mares y los "archipiélagos siderales", desea "que mi quilla reviente, que me hunda en el mar"; como Holderlin, en El archipiélago, le pide a su adorado mar Mediterráneo "que si el tiempo impetuoso conmueve demasiado violentamente mi cabeza, y la miseria y el desvarío de los hombres estremecen mi alma mortal, ¡déjame recordar el silencio en tus profundidades!". Y como en Ocaso, Manuel Machado, al ver hundirse el sol en el mar, reclama "para mi pobre cuerpo dolorido, / para mi triste alma lacerada, / para mi yerto corazón herido, / para mi amarga vida fatigada... / ¡el mar amado, el mar apetecido / el mar, el mar y no pensar nada!".
En fin, todos los poetas, alemanes, franceses o españoles, quieren ir al fondo del mar. Y no solamente los poetas. Sólo un anhelo de redención, de emprender viajes por el fondo del mar, o sea por los secretos caminos de las profundidades del alma, explica, creo yo, la presencia de tantos submarinos varados en las calles de Barcelona, llamativa presencia de la que informaba hace un par de años una crónica de Jacinto Antón en esta misma página. Ahora ya hay uno más, son cuatro: el moderno y americano SA-51 frente al Museo de la Ciencia, en medio de la ronda de Dalt; el Ictíneo I de Narcís Monturiol, achatado, como un pez sometido a la presión atmosférica del fondo del mar, en los jardines de entrada a las Drassanes; el esbelto Ictíneo II, frente al Maremàgnum, y la maqueta del mismo en la escultura de Subirachs en la Diagonal.
No sabemos si en el navío imaginado por el genial e incomprendido inventor podríamos bajar a pescar la gran perla perfecta y salvífica de la que habla Riba, o al menos el coral, tan valioso en tiempos de Monturiol, para el que éste lo concibió. Para otros objetivos hubiera ido de maravilla, como para las actividades bélicas cuya posibilidad extasió al general O'Donnell: "Puede servir como una broqueta para hundir un barco", dijo. Pero luego se desentendió del asunto. Si no se hubiera desentendido, a lo mejor al cabo de 30 años, con unos cuantos Ictíneos, a la flota norteamericana que nos birló Cuba le habríamos podido dar una soberana lección, en vez de recibirla...
Y Ortega Monasterio no hubiera compuesto la habanera El meu avi. Y se hubiera erigido en el puerto un segundo, descomunal arco de Triunfo, que hubiera asombrado y admirado a Armando de Armas Abadía...
Pero dejémoslo, que todo esto nos aleja del buzo de Riba, que tan lejos está ya.
museosecreto@hotmail.com
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