Impaciente
La paciencia y la prudencia forman parte de las virtudes que suele asignárseles a los bancos centrales con tradición. El Banco Central Europeo (BCE), que carece de la segunda, acaba de dar muestras de que tampoco anda sobrado de la primera. Agota un muy largo periodo de inacción en el momento en el que todo el mundo le recomendaba que esperara un poco más.
Su empeño en granjearse un respeto, aunque fuera el de la intimidación circunstancial, en una escena dominada por habilidosos banqueros centrales, puede llevarlo una vez más a confundir rigor con precipitación. Y eso, desde luego, no fortalece precisamente la credibilidad de sus acciones y, casi tan importante, la de sus opiniones. Esto último es esencial en la comunicación con los agentes económicos y financieros.
El BCE tiene un objetivo simple, aunque no necesariamente sencillo de conseguir: garantizar la estabilidad de los precios de los bienes y servicios en el área que conforman las 12 economías europeas que comparten moneda. Crucial en la satisfacción del mismo es disponer de criterios amparados técnicamente, que permitan anticipar los riesgos de perturbaciones de esa estabilidad, normalmente los constituidos por tensiones inflacionistas, pero también los de signo contrario.
Aun cuando en su estatuto no se reconozca objetivo adicional alguno a esa estabilidad de precios, su consecución es perfectamente compatible con el crecimiento económico y del empleo. Así lo vienen demostrando otros bancos centrales, cuyas economías disfrutan de cotas de bienestar superiores a las conseguidas por la eurozona en los años que tiene de vida el BCE.
En realidad, la eurozona es el área económica con menor crecimiento del mundo. Y no es precisamente la que exhibe los mayores desequilibrios, inflación incluida. La última tasa de crecimiento de los precios conocida, 2,4%, además de ser inferior a la del mes anterior, es de las más bajas de la OCDE. Eliminados sus componentes más volátiles, la energía de forma destacada, esa tasa se sitúa en el 1,5%. Lo que ha de preocupar al BCE, en todo caso, no es la historia, la inflación pasada, sino las condiciones en que amparar las perspectivas inflacionistas. Y éstas son menos inquietantes si cabe.
No lo es desde luego la demanda de consumo, a juzgar por los indicadores de gasto de las familias, por los correspondientes de confianza o por las previsiones de ventas al por menor en la próxima campaña de Navidad. Con apenas dos o tres excepciones de economías medianas o pequeñas de la zona, el resto del área no acaba de transmitir señales inequívocas de recuperación.
Alemania, representativa del 30% del PIB, sigue con todos los componentes de su demanda interna debilitados, sin que las familias hayan recuperado niveles de confianza consecuentes con el inicio de una nueva y prometedora etapa política. Siguen presumiendo, con razón, que las reformas propuestas por el nuevo Gobierno van a traducirse a corto y medio plazo en menores ventajas para la mayoría de las familias.
El principal problema que aqueja a la eurozona es la falta de crecimiento, y, aunque se asuma que son reformas estructurales las que han de ensanchar ese parco crecimiento potencial de la economía, ello en modo alguno es incompatible con un mínimo grado de complicidad monetaria. El clima favorable a esas reformas, así como al igualmente aconsejable saneamiento financiero de las finanzas públicas en algunas economías de la zona, es ahora peor que antes de que el BCE encareciera el precio oficial del dinero.
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