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Columna
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Educación

Enrique Gil Calvo

Enfrentado al cambio del clima de opinión, el Gobierno ha tenido que reconocer la caída de su popularidad, y ahora se dispone a capear el temporal con una faena de aliño. Pues lejos de reconocer sus errores, insiste en culpar a los mensajeros que le advierten contra los efectos perversos de su imprudente aventura catalana. Así se muestra fiel continuador de la tradición española de sostenella y no enmendalla en la que cayeron sus predecesores, negándose a hacer la autocrítica para asumir sus responsabilidades. Y en su lugar echa las culpas a la crispante oposición y a su incapacidad de explicarse: dos excusas que no se mantienen en pie. La oposición ya venía crispando desde el 14-M, pero su crispación sólo encuentra eco ahora gracias a los fallos del Gobierno. Por eso el PP ha dejado de cuestionar la llegada de ZP al poder gracias al 11-M, como insistía en hacer hasta ahora, para pasar a cuestionar su forma de gobernar. Y este cambio sólo se debe al patinazo catalán, que le ha puesto en bandeja al PP su nueva estrategia opositora. Pero tampoco es más verosímil la otra excusa alegada, pues si el Gobierno no sabe explicarse es porque cree que no puede, ya que la única explicación creíble sería confesar las razones de su fracaso.

Zapatero confiaba en lavar su déficit de legitimidad de origen con una refundación de la España plural que justificase retrospectivamente su pírrica victoria del 14-M. Pero no ha sido así, pues comoquiera que termine, la reforma del Estatut ya es un fracaso del Gobierno a todos los efectos. Y lo peor es que este gatillazo ha arruinado lo que prometía ser el mejor año del Gobierno, cuando pensaba desarrollar sus grandes programas sociales con la tranquilidad que le daba el no tener ninguna convocatoria electoral en el horizonte hasta el 2007. De modo que ahora Zapatero tiene un doble déficit de legitimidad. Sigue teniendo un déficit de legitimidad de origen por su cuestionada victoria del 14-M. Y además tiene otro déficit de legitimidad de ejercicio por su evidente fracaso al reformar el Estatut, fracaso cuyos perversos efectos están contaminando las demás reformas sociales que siguen pendientes, tal como revela la patente crisis educativa. De ahí el nuevo clima de opinión, pues ante tanta incertidumbre, la ciudadanía empieza a desconfiar, al no saber adónde nos puede llevar un Gobierno que ya parece gastado y deslegitimado antes de tiempo.

¿Y ahora qué? Si quiere adquirir legitimidad, Zapatero deberá echar toda la carne en el asador de las reformas pendientes, empezando por la educativa, que ya está en la cadena parlamentaria de montaje. España necesita un gran cambio escolar, pues nuestra juventud es la más irresponsable e incompetente de Europa, sin otra ambición que convertirse en propietaria privada de un piso y de un puesto en la Administración pública, mientras se entrega a la subcultura estudiantil del odio al trabajo y el amor al consumo pasivo. Así que para movilizar a nuestros jóvenes, y hacerlos capaces de competir en la economía de la productividad, la flexibilidad laboral y la formación continua, hará falta una auténtica revolución educativa. Algo que no se logra con reformas legales de papel, sino con reformas estructurales de base, pues lo que hay que cambiar no son las leyes sino la realidad escolar.

El problema de la enseñanza es que está desautorizada por un ordenancismo que la incapacita y la condena a la impotencia. Y para que recupere la autoridad moral y educativa que jamás debió perder, hay que devolverle competencias y autonomía. Que sean los equipos docentes, con la dirección a la cabeza, quienes se responsabilicen de su trabajo educativo. Y para eso hay que invertir más recursos en la enseñanza pública pero también en la concertada, emancipando a ésta de su excesiva dependencia eclesiástica. Pues el problema no reside en la asignatura de religión (un pretexto para reforzar la limpieza étnica de los centros católicos), sino en una financiación estatal que en lugar de invertirse en la enseñanza concertada se desvía a las instituciones religiosas para financiarlas a costa de una educación empobrecida.

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