De la leche infantil a la anciana política
Nestlé ha retirado dos millones y medio de litros de leche porque acaso podría perjudicar a los niños. ¿Por qué no se retiran a la vez dos o tres ministros que perjudican sin duda a todo el mundo? ¿Por qué no es expulsado un Presidente o un Jefe de la Oposición si llegan a ser suspendidos? Puede que sean más trascendentes estos señores y estas señoras que la misma leche, pero por eso mismo. ¿Es imaginable, en plena cultura de consumo, que un Gobierno con una mayoría de sus componentes averiados siga produciendo lo mismo?
Hace poco, el gobierno chino trató de prohibir un programa del tipo Operación Triunfo (Star Act) porque el público se había acostumbrado a votar y ¿cómo no temer que tras este aprendizaje recreativo no reclamara un voto de efectos oficialmente subversivos? La democracia no es desde luego lo que fue según ilustra el supremo ejemplo norteamericano donde los derechos individuales siguen cercenados duraderamente. La democracia no es efectivamente lo que era ni en Estados Unidos ni en ninguna otra parte, pero el sujeto tampoco es el abstracto ciudadano mansurrón de hace dos siglos. Hoy, todo ciudadano desarrollado se ha convertido en consumidor y, a través de la instrucción como consumidor, se encara también al poder (político o fabril) con nuevas demandas.
Aquello que el ciudadano ilustrado no llegó nunca a lograr, ya fuera la lealtad de los políticos, el disfrute de la equidad o el funcionamiento cabal de la justicia, lo reclama vigorosamente su heredero consumidor. Las revoluciones llegan por donde menos se las espera y las insurgencias actuales queman miles de coches y edificios, de la noche a la mañana, no a través de las sagradas utopías políticas sino de las topologías de la convivencia y el consumo local.
Si Nestlé retira toneladas de sus productos a toda prisa no es ya tanto por temor al inspector como por pavor al comprador. Igualmente, un Presidente de Gobierno no debería persistir si la opinión pública, los consumidores en general, lo desdeñan. La exigencia de calidad que ha enseñado progresivamente la cultura de consumo no acaba en la demanda de calidad para la leche infantil o para el pollo envasados. Se refiere también a la calidad de la democracia, a la competencia e imaginación de los gobernantes, a la veracidad de sus promesas, a la eficacia y honorabilidad de su gestión.
Fin pues para los charlatanes, los farsantes y los vacuos. Fin pues para los paniaguados y los liantes. Ellos y la mercancía que ofrezcen deben probar su calidad, sentar bien a la gente, ajustarse a las promesas, cumplir con la relación calidad precio que reproduce la ecuación entre la gobernanza y la confianza del personal. De otra manera, el boicot que sufre siempre un artículo averiado se reflejará en el boicot electoral y, finalmente, en el abandono absoluto. Sólo los desinformados o los fanáticos siguen consumiendo la misma marca con los productos adulterados. Sólo los ignorantes o los lelos seguirán concediendo apoyo a un partido o un alcalde tras haber demostrado su insuficiencia o su corrupción.
La política no es, en adelante, lo que era. Ni la izquierda tampoco. El grupo más crítico, transformador y progresista, procede, paradójicamente, del universo consumidor. De aquella supuesta ciénaga de hedonismo y frivolidad. La posible revolución llega por donde menos se la espera y de lo que se tuvo por enajenante surge la máxima esperanza crítica junto a la praxis más eficaz. ¿Una paradoja materialista? Así son históricamente las cosas.
La política vive el incesante descrédito por el que se desempeñan sus desgastados personajes. La fuerza, en cambio, que dibuja a una sociedad en pie, segura de sus derechos y capaz de reunirse en acciones más o menos esporádicas y firmes, proviene de la condición personal que ha tejido el ejercicio del consumo. Un sujeto informado y alerta; tan decisivo como decidido contra la estafa. Un nuevo tipo social, en fin, curado en salud e incomparablemente más listo de lo que vienen creyendo las vetustas ejecutivas o los confiados consejos de ministros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.