Altas esperanzas
Nadie podía estar seguro aquel 20 de noviembre de que tres décadas después de la muerte de Franco España sería una democracia consolidada. Es el momento de felicitarse porque haya ocurrido. La perspectiva del tiempo no sólo permite valorar de manera más sosegada episodios que entonces fueron muy polémicos, sino también relativizar algunos desacuerdos del presente.
Problemas que durante decenios condicionaron la convivencia, como el militar, han desaparecido del horizonte, y otros, como el de la llamada cuestión social o el de las relaciones Iglesia-Estado, emergen periódicamente pero ya más como conflicto de intereses, susceptible de negociación civilizada, que como enfrentamiento vital. Subsisten las tensiones nacionalistas, pero la existencia del marco autonómico permite encauzarlas también hacia el pacto. Y si persiste el terrorismo, su declive actual parece augurar su pronta desaparición.
La transición fue un éxito, incluso si se admite que no fue tan modélica como comenzó a considerarse a partir de mediados de los años ochenta (y no antes). Permitió pasar de la dictadura a la democracia en poco tiempo y de forma pacífica. No hubiera habido ese tránsito sin la presión rupturista que obligó a los reformistas del franquismo a ir mucho más allá (y más deprisa) de lo que habían previsto. Pero que la ruptura fuera pactada resultó funcional en muchos aspectos y ahorró rodeos como los que fueron necesarios en Portugal, y dramas como los de la antigua Yugoslavia a la salida del comunismo.
La influencia de don Juan Carlos en el desenlace fue decisiva; no sólo por el 23-F, sino por su decisión, a los ocho meses de ser proclamado Rey, de destituir a Arias para nombrar a Suárez. El hecho de que tanto el monarca como Suárez carecieran de una legitimación previa hizo que ambos entendieran que debían ganársela en el ejercicio del cargo. Ello favoreció unas dinámicas de consenso que permitieron identificar la Transición (y la Constitución nacida de ella) como superación de la dialéctica de las dos Españas y expresión de reconciliación entre vencedores y vencidos de la Guerra Civil.
Encuestas como la del CIS de esta semana reflejan que si bien una amplia mayoría constata que durante 40 años sólo hubo reconocimiento para las víctimas del bando vencedor, un porcentaje aún mayor, de casi el 75%, defiende una actitud de reconocimiento y reparación por parte de la España democrática actual hacia las víctimas de ambos bandos. Según la encuesta publicada en EL PAÍS con motivo del 25 aniversario de la desaparición de Franco, sólo el 11% se mostraba indiferente ante el carácter democrático del sistema político, y apenas el 7% negaba ("todo sigue igual") los avances producidos en el ámbito de la igualdad. Y si bien es cierto que la valoración del franquismo sigue dividiendo a la derecha española, el porcentaje de los votantes del PP que tiene una opinión negativa de ese periodo (34%) es hoy muy superior al de hace diez años (7%).
Aproximadamente durante la mitad de estos 30 años ha habido gobiernos de centro-derecha y durante otros tantos, de centro-izquierda. De los 28 años transcurridos desde las primeras elecciones, en 14 hubo mayoría absoluta y en otros 14, no. La democracia implica un equilibrio entre competición y consenso. El consenso en temas de Estado (política exterior, problemas territoriales, terrorismo) de la Transición se prolongó básicamente hasta comienzos de los noventa. Desde entonces ha habido tantas proclamaciones en favor de su recuperación como rechazo práctico a dar los pasos necesarios para ello, pese a que los sondeos detectan una mayoría a favor del entendimiento.
Los cambios de signo político del Gobierno (1982, 1996 y 2004) han sido a la vez expresiones de la renovación generacional en la sociedad y en el seno de cada partido, lo que ha determinado percepciones muy diferentes de la realidad. La generación de Aznar no compartía la mala conciencia (tan fructífera) de los gobernantes de la UCD, y la de Zapatero no comparte los temores de la de González y Guerra a tomar decisiones que puedan dividir a los españoles. La cuestión territorial sigue siendo la que más inquietud suscita. La reivindicación de más autogobierno es legítima, pero no se entiende que sea una prioridad (como sí lo era hace 30 años) cuando España es hoy uno de los países más descentralizados del mundo, como demuestra el dato de que el 68,1% del gasto público total (descontando la seguridad social y los intereses de la deuda) lo gestionan las autonomías y los ayuntamientos.
Desde 1975 la población ha aumentado un 25%, el número de universitarios se ha multiplicado por tres, y por seis el de mujeres en el Parlamento. Los españoles tienen una de las más altas esperanzas de vida del mundo, y razones para mirar el futuro con confianza.
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