La huella del régimen
A medida que los recordatorios rituales del fallecimiento de Franco se van distanciando en el tiempo, los cambios demográficos modifican el sentido de las preguntas sobre la valoración retrospectiva de la dictadura y las huellas dejadas en el sistema democrático por sus cuatro décadas de vigencia. Los treinta años transcurridos desde 1975 han envejecido a los supervivientes que conocieron por experiencia propia el funcionamiento del régimen. Pero sobre todo han hecho desaparecer a buena parte de quienes soportaron la Guerra Civil o padecieron los extremos rigores del primer franquismo: la generación más comprometida con la política de reconciliación nacional impulsora de la transición a la democracia.
De los casi 44 millones de personas del censo español actualizado, cerca de 13 millones nacieron después de enero de 1976 (y otros 4 son inmigrantes arribados al país después de esa fecha). La lejanía de los jóvenes respecto al nacional-catolicismo no es sólo temporal sino sobre todo cognitiva, política, moral y estética. Resultaría difícil imaginar que personas educadas en un sistema democrático llegasen a rehabilitar un régimen que fusiló, torturó y encarceló a su antojo, reprimió las libertades, recortó los derechos y practicó una corrupción sin controles. Los documentales cinematográficos protagonizados por Franco con atuendo falangista y por los obispos españoles brazo en alto acompañando al Caudillo de la Cruzada en su entrada bajo palio en las catedrales constituyen imágenes simplemente ridículas si no evocasen también recuerdos crueles.
Los sectores más radicales de la generación posfranquista -llegada a la adolescencia o nacida después del 20N- desean la cancelación del pacto del olvido supuestamente acordado por los protagonistas de la transición con el objetivo de vincular inextricablemente la amnistía penal con la amnesia histórica. En cualquier caso, la exhumación de los restos mortales de las víctimas republicanas enterradas en fosas comunes o descampados no es una llamada al revanchismo sino un obligado acto de reparación. La ultraderecha ha respondido con el redescubrimiento como si fuese un tesoro de la baratija propagandística firmada en su día por Joaquín Arrarás, José María Pemán o Manuel Aznar Zubigaray para justificar la insurrección militar como guerra preventiva contra los comunistas.
El regreso de un pasado que no ha sido enterrado a gusto de todos es propio de los conflictos fratricidas: el bicentenario de la Revolución de 1789 suscitó apasionadas polémicas en Francia, la guerra de Secesión de 1861 continúa sirviendo de inspiración a la épica americana y las guerras carlistas del XIX justifican hoy día a los nacionalistas vascos. En cualquier caso, el revisionismo de los nietos no debería ignorar que la copiosa historiografía sobre la II República y el franquismo publicada desde la transición franquismo desmiente de forma tajante en el terreno académico la teoría del pacto del olvido.
La construcción de la memoria histórica en tanto que mirada compartida de los españoles debería recoger la pluralidad de las experiencias sobre la Guerra Civil y la dictadura transmitidas a sus descendientes por quienes las padecieron. En un continuo imaginario cuyos dos extremos ocuparían los servidores del régimen y los militantes de la oposición, muchos aceptaron encerrarse -por cálculo, temor o falta de altruismo- dentro del ámbito protegido de la vida privada y profesional; si la añoranza por los privilegios perdidos colorea la memoria de los verdugos, y si el agravio por la tortura y la cárcel ensombrece los recuerdos de las víctimas, la trivialización costumbrista virada en sepia del tardofranquismo cuadra seguramente mejor con las reminiscencias de aquella desaparecida mayoría silenciosa.
El análisis de una dictadura de casi cuatro décadas de duración no puede prescindir de los enfoques diacrónicos. Aunque las actitudes políticas iniciales dependieran fundamentalmente de la identificación personal y familiar con los bandos en guerra, las biografías individuales tuvieron oportunidades para evolucionar a lo largo de casi cuatro décadas: el goteo hacia el antifranquismo de los vencedores de la Guerra Civil o de sus descendientes fue al principio muy lento, cobró fuerza a partir de 1956 y se precipitó ante la inminencia de la muerte del dictador.
Dejando a un lado la presencia de nombres en el callejero y estatuas ecuestres en las plazas, ¿cuáles son las huellas del franquismo treinta años después? La transición de la Monarquía del 18 de julio instaurada por el dictador hacia una monarquía parlamentaria legitimada por la Constitución de 1978 resolvió las contradicciones de un tracto sucesorio en la Jefatura del Estado sin aparente solución de continuidad. Y la afirmación según la cual el supuesto pacto del olvido de la transición seguiría lastrando pesadamente el funcionamiento de un sistema político hipotecado por el cadáver del pasado es pura retórica: los defectos y las carencias de la democracia representativa son parecidos en toda Europa. No parece probable, por lo demás, que la utilización en nuestros días de los muertos de la Guerra Civil y de los crímenes de la dictadura como metralla dialéctica para los debates partidistas sea una contribución al desarrollo de las libertades y al afianzamiento de la convivencia.
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