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Tribuna:30º ANIVERSARIO DEL 20-N | Memoria de una época
Tribuna
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Lo que queda del franquismo

La dictadura de Franco recordó siempre su victoria en la Guerra Civil, llenando de lugares de memoria la geografía y la sociedad españolas. Comenzó ese recuerdo ya antes de finalizar la guerra, cuando un decreto de la Jefatura del Estado de 16 de noviembre de 1938 proclamaba "día de luto nacional" el 20 de noviembre, en memoria del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera un día como ése de 1936, y establecía, "previo acuerdo con las autoridades eclesiásticas", que "en los muros de cada parroquia figurará una inscripción que contenga los nombres de los Caídos, ya en la presente Cruzada, ya víctimas de la revolución marxista".

Ése fue el origen de la colocación en las iglesias de placas e inscripciones conmemorativas de los "caídos por Dios y por la Patria", que el viajero puede ver todavía hoy pegadas o esculpidas en viejas piedras de singulares monumentos románicos, góticos o barrocos de muchos lugares de España. Y aunque no aparecía en el decreto, la mayoría de esas inscripciones acabaron encabezadas con el nombre de José Antonio, sagrada fusión de los muertos por causa política y religiosa, "mártires de la Cruzada" todos ellos. Porque, como escribía Aniceto Castro Albarrán, el canónigo magistral de Salamanca en su Guerra Santa, publicada ese mismo año, todas las víctimas de la "barbarie rusa" eran religiosas y no sólo el clero: "Los católicos más destacados, las personas más piadosas, los derechistas más apóstoles, todos aquellos, en fin, cuyo martirio significaba, exclusivamente, odio religioso y persecución a la Iglesia".

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Acabada la guerra, en la paz incivil de Franco, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas quiénes eran los patriotas y dónde estaban los traidores. Calles, plazas, colegios y hospitales de cientos de pueblos y ciudades llevaron desde entonces, y en bastantes casos presentes todavía hoy, los nombres de militares golpistas, dirigentes fascistas de primera o segunda fila y políticos católicos. Algunos se repiten mucho, como Franco, Yagüe, Millán Astray, Sanjurjo, Mola, José Antonio Primo de Rivera u Onésimo Redondo, uno de los fundadores de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), muerto en un combate en la sierra de Guadarrama el 24 de julio de 1936, apenas comenzados los disparos y sin tiempo para consolidar su marginal liderazgo fascista, a quien se le recuerda especialmente en su pueblo natal de Quintanilla de Abajo, todavía hoy, más que nunca, Quintanilla de Onésimo.

Hay provincias que se llevan la palma, como la de Murcia, donde es difícil encontrar una localidad que no conserve símbolos franquistas en calles, monumentos, cruces y lápidas. En Murcia precisamente inició su carrera política durante la República el turolense José Ibáñez Martín, ministro de Educación desde agosto de 1939 hasta 1951, al que se honra con su nombre en varios centros de enseñanza. Nada extraño, aparentemente, que un colegio lleve el nombre de un ministro de Educación, si no fuera porque ese ministro, Ibáñez Martín, y su equipo de ultracatólicos, echaron de sus puestos y sancionaron a miles de maestros y convirtieron a las escuelas españolas en un botín de guerra repartido entre familias católicas, falangistas y ex combatientes.

La consagración definitiva de la memoria de los vencedores de la Guerra Civil llegó, no obstante, con la construcción del Valle de los Caídos, "el panteón glorioso de los héroes", como lo llamaba fray Justo Pérez de Urbel, catedrático de historia en la Universidad de Madrid, apologista de la cruzada y de Franco y primer abad mitrado de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. El monumento fue inaugurado el 1 de abril de 1959, tras casi veinte años de construcción en la que trabajaron numerosos "rojos cautivos" y prisioneros políticos. Aquel era un lugar grandioso, para desafiar "al tiempo y al olvido", homenaje al sacrificio de "los héroes y mártires de la Cruzada".

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Los otros muertos, los miles y miles de rojos e infieles asesinados durante la guerra y la posguerra, no existían, porque no se les había registrado o se había falseado la causa de su muerte ("fractura cráneo", "herida arma fuego", se escribió en los libros de defunción), asunto en el que algunos obispos y curas tuvieron una responsabilidad destacadísima. Habían sido abandonados en dehesas, extramuros, tapias de cementerios o fosas comunes. Por eso sus familias, sus hijos y nietos, todavía los buscan hoy, ayudados por diferentes asociaciones y foros "para la recuperación de la memoria histórica". Sólo quieren un poco de recuerdo y dignidad, bastante menos de lo que están obteniendo los cientos de "mártires de la cruzada" que la Iglesia católica española y el Vaticano se han empeñado en beatificar.

Calles, monumentos, símbolos, ritos y víctimas. Todo eso y mucho más nos queda del franquismo, treinta años después de la muerte del dictador, sin necesidad de mencionar aquí a los políticos y servidores de la dictadura todavía vivos, a esos que abrazaron con tanto tesón y convicción las ideas autoritarias y represoras. Hay quienes quieren ahora que la memoria saque a la luz hechos y personas que la historia no documentó. Otros dicen estar cansados ya de tanta historia y memoria de guerra y dictadura. El pasado se ha hecho presente, convertido ahora en un campo de batalla político y cultural, donde se da la voz con más fuerza que nunca, en libros, documentos y homenajes, a los supervivientes de aquellas experiencias tan traumáticas.

Estamos ahora, por lo que al franquismo se refiere, en la "era de la memoria", tan incómoda para muchos, en el regreso del pasado oculto y reprimido. Es una construcción social del recuerdo, que evoca con otros instrumentos, y a veces deforma, lo que los historiadores descubrimos. No sabemos qué quedará de todo ello para el conocimiento histórico de las generaciones futuras, de aquellos historiadores que ya no habrán vivido la dictadura. Pero para llegar hasta allí, necesitamos, y ésa es la responsabilidad de políticos y gobernantes, preservar los testimonios y documentos, crear un Museo-Archivo de la Memoria, al que deberían incorporarse como propiedad pública los fondos documentales de la Fundación Nacional Francisco Franco, y transmitir una educación democrática que impida que las nuevas generaciones de estudiantes reciban todavía el legado ideológico de la dictadura. Es un legado pesado, dominante durante mucho tiempo, e imposible de olvidar. Por eso regresa, vuelve con diferentes significados, lo actualizan sus herederos. Porque sólo han pasado treinta años desde el fin de una dictadura que duró cuarenta.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

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