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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tras la manifestación

La elevada participación en la manifestación contra el proyecto de Ley de Educación (LOE) refleja la fuerte división social que suscita cualquier iniciativa legislativa sobre la enseñanza cuando roza, o se interpreta que roza, los intereses o privilegios de la Iglesia. También confirma la fuerte capacidad de movilización de las organizaciones católicas, que han invocado sobre todo la libertad de elección de centro por los padres y la libertad ideológica de los colegios, pese a que ni una ni otra se ven afectadas por la ley.

La LOE no introduce cambios significativos respecto a tales cuestiones. Todos los centros, públicos o concertados, se financian con presupuestos públicos. La Administración se limita a garantizar que esos fondos no se empleen por los centros de manera discriminatoria, por ejemplo en el proceso de selección de los alumnos. La Religión seguirá teniendo la consideración de asignatura optativa, aunque todos los centros estarán obligados a impartirla. Lo que sí cambia respecto a la ley del PP es que no será evaluable a efectos curriculares, lo cual es lógico tratándose de una materia impartida con criterios doctrinales. Los obispos han presionado siempre para que los alumnos que decidan no cursarla tengan que seguir otra asignatura evaluable, para evitar la deserción de las clases de religión por comodidad. Pero aceptar eso supondría reconocer a la Iglesia el derecho a regular la enseñanza de quienes decidan no cursar religión, lo que resulta difícil de aceptar en un Estado no confesional. La discusión sobre este asunto envenenó el debate sobre la Ley de Calidad del PP y fue uno de los motivos que impidieron consensuarla.

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Algunos portavoces del PP se han quejado estos días de que el Gobierno estaba centrando la discusión sobre la asignatura de religión, cuando los motivos esenciales de divergencia son otros: la reducción de los contenidos comunes a todas las autonomías y los criterios pedagógicos, menos exigentes que los propuestos por la LCE en materia de repeticiones e itinerarios alternativos para quienes no demuestren aptitud suficiente. Lo cierto es que ese partido se ha sumado a una iniciativa esencialmente sostenida por organizaciones católicas y en torno a reivindicaciones invocadas desde hace años por la jerarquía eclesiástica.

Con todo, que exista un debate público sobre la educación es positivo, porque se trata de uno de los problemas más graves de la sociedad española actual. Así lo confirman estudios comparativos, como el demoledor Informe Pisa de diciembre de 2004, que sitúa a España a la cola de Europa, y el reciente de la Comisión Europea sobre fracaso escolar. La primera reacción de los políticos ante ese fracaso no ha sido buscarle solución, sino culpables: en el partido rival.

La educación es un tema tradicionalmente conflictivo entre la derecha y la izquierda. Pero que en este periodo democrático haya habido ya seis leyes con sus planes respectivos, ninguna de ellas consensuada, resulta desmesurado. Debería ser posible jerarquizar las divergencias y, por una vez, buscar un acuerdo sobre los asuntos sustanciales. Para ello, naturalmente, se necesitan varias condiciones. La primera es que el principal partido de la oposición renuncie a utilizar la reforma de la educación como artillería de calibre en su batalla para desgastar al Gobierno. Una esperanza ilusoria, vista la actual estrategia del PP en los grandes temas de Estado. Por otra parte, también resulta imprescindible que el Ejecutivo busque, más allá de los intereses de la Iglesia que el PP ha enarbolado de forma demagógica, puntos de acuerdo en una ley fundamental para el futuro del país.

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