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Columna
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Identidades de la ira

La destrucción por el fuego tiene un alto valor simbólico: aniquilamiento y purificación. Las piras sacrificiales, las hogueras de la Inquisición, la Roma incendiada de Nerón, son ejemplos históricamente emblemáticos y en el mundo contemporáneo las quemas han acompañado casi siempre los grandes momentos de ruptura social. Para los españoles, el más inmediato, la Guerra Civil de 1936. Incendiar es dar cuerpo, espectacularizar una revancha rabiosa que se vive no sólo como legítima, sino como necesaria. Esta práctica corresponde, por lo demás, a dimensiones esenciales de la sociedad mediática de masa. ¿Cabe comunicación más eficaz que la de una siembra de hogueras ardiendo en la noche urbana? Su aparición no es de hoy, ni tampoco su capacidad de difusión y de contagio. En los últimos 30 años hemos asistido en Francia a una secuencia constante aunque discontinua de estallidos sociales encarnados en el fuego. El holocausto de coches y edificios públicos, como instrumento privilegiado de la revuelta a que se han entregado, durante las dos últimas semanas, grupos de jóvenes airados, desde la marginalidad de sus guetos es plenamente coherente con la implacable segregación de que son objeto. Segregación que es consecuencia de un ejercicio de exclusión que los expulsa de los grandes ámbitos de la sociedad. Exclusión, antes que nada económica y laboral, que hace que si la tasa media de paro en Francia oscila hoy alrededor del 9%, en los barrios llamados púdicamente sensibles se establece en el 30%, y para determinada categoría de jóvenes, sin diplomas y de familias obreras, supera el 50%.

Ahora bien, sin empleo no cabe conseguir una vivienda, fundar una familia, tener un coche; el único destino posible es el de la anormalidad, el de la inexistencia social. Tendencia difícil de invertir porque con frecuencia ni siquiera la formación basta para superar la barrera de la consonancia magrebí del apellido o de la residencia en un suburbio conflictivo. Exclusión/autoexclusión política producida por el abandono de las barriadas por parte de la clase política y sindical que ha renunciado a su integración ciudadana. La escasísima incorporación de sus habitantes a las instituciones políticas y administrativas -en el Parlamento, los Consejos Regionales, los municipios, la policía, los órganos sindicales, los transportes colectivos, la enseñanza, los centros sociales, etcétera- hace que las consideren como absolutamente ajenas, cuando no hostiles, simples soportes de una caridad que contribuye a mantenerlos aparte. Cuando intentan afirmarse colectivamente, se les tacha, por parte de los portavoces de los valores republicanos, de comunitaristas, y la reivindicación de su especificidad religiosa no logra liberarse de la sospecha terrorista. La escuela es incapaz de neutralizar la conciencia de tanto rechazo, y por causa del fracaso escolar radicaliza la experiencia de su humillante diferencia: querer reducir la complejidad de esta situación a un problema de seguridad y de orden público es ridículo y, sobre todo, contraproducente.

Pues es obvio que hay comportamientos delincuentes y pequeños núcleos que actúan como malhechores y que el fenómeno de las bandas organizadas, indisociable de todos los contextos dominados por la anomía, suscita caídes y jefecillos que para asentar su poder empujan al acto criminal. Pero se trata de microgrupos que un servicio eficaz de información y de encuadramiento debería poder desmontar y que, al contrario, la represión pública y los enfrentamientos policiales radicalizan y refuerzan. La integración a la francesa, a mi juicio mucho más progresista que el multietnicismo anglosajón, es también mucho más difícil y exige un acompañamiento presupuestario e institucional múltiple y de largo aliento. En su lugar, el tratamiento de la vida colectiva en los suburbios ha sido un dramático tejer y destejer de políticas y soluciones. En los últimos años, en el sentido de la más compacta regresión: reducción de la policía de proximidad, supresión de las ayudas a las asociaciones de barrios, abandono de las zonas de educación prioritaria creadas por Savary en 1973, abandono de los empleos para los jóvenes, disminución de los mediadores comunitarios, etcétera. El desinterés y ceguera en las márgenes de una sociedad que sólo piensa en el poder, en el dinero y en el disfrute tenían que percibirse con rabia y producir estas nuevas identidades de la negación y la ira.

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