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REVUELTA URBANA EN FRANCIA
Columna
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Proceso al populismo

José María Ridao

Las revueltas que vive la periferia de París desde hace más de 11 días deberían llevar alguna vez a una reflexión sobre las causas profundas por las que decenas de jóvenes se lanzan, según cae la noche, a una auténtica locura vandálica. Ése será el momento de examinar los temas que se han ido desgranando hasta ahora, y que abarcan desde la fractura social hasta la pérdida de referentes cívicos que padecen las sociedades desarrolladas, desde la crisis del modelo de ciudadanía hasta el desprestigio de la autoridad y, más en concreto, del Estado.

Pero, entre tanto, no parece un camino acertado disolver el perfil de un problema acuciante en disquisiciones que exigen remontarse a varias décadas atrás, cuando llegaban a Francia y a Europa los primeros inmigrantes de las antiguas colonias, o aventurar alucinados pronósticos sobre cómo serán las sociedades del futuro, repitiendo una y otra vez, hasta el aturdimiento, términos que parecen decirlo todo sin explicar nada, como globalización, integración, multiculturalismo y tantos otros.

Una deriva populista se está instalando en la gestión de las instituciones
Lo que ocurre en Francia corre el riesgo de trasladarse a otros países de Europa
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Lo que está ocurriendo en la periferia de las grandes ciudades francesas, y que corre el riesgo de trasladarse a otras ciudades europeas, son graves delitos para los que un sistema democrático tiene que establecer todas y cada una de las responsabilidades, empezando por las políticas y terminando por las penales. Porque analizado desde la perspectiva del Estado de Derecho, analizado desde las categorías y los instrumentos que aseguran la convivencia civilizada, los sucesos que hoy padece Francia, pero que mañana puede padecer cualquiera, exigen revisar de inmediato, no las hipótesis sobre la inmigración, sino la deriva populista que se está instalando en la gestión de las instituciones democráticas.

Es ahí donde se encuentra el origen inmediato de que una tragedia -la muerte de dos adolescentes que huían de la policía en Clichy-sous-Bois- se haya convertido, de pronto, en la mecha que ha incendiado un clima previamente cebado y previamente enrarecido con el solo propósito de ganar batallas que deberían librarse en otros terrenos.

La jactancia de tantos líderes europeos exhibiendo sus supuestas habilidades para actuar sin complejos, para llamar a las cosas por su nombre y, de paso, mostrar ante una selva de cámaras y micrófonos que entra al toro de frente, quizá les proporcione los réditos políticos que esperan, pero ello a costa de sacrificar la dignidad de las instituciones.

La firmeza con la que estos líderes se llenan la boca no deriva, según pretenden que creamos, de sus condiciones personales, de su arrojo o de su singular clarividencia; deriva sencillamente de la ley, que, prescindiendo de la jactancia, les obliga tanto como a los delincuentes y a los alborotadores. Las bravatas de estos líderes, mediatizadas hasta la náusea, están colocando al Estado y a los cuerpos de seguridad en la peor de las situaciones imaginables, que es la de ser percibidos por una parte importante de la sociedad, y en particular entre los jóvenes cruelmente discriminados y desfavorecidos, como una banda rival, como una tribu entre otras tribus, a cuya violencia cabe responder con más violencia.

Jóvenes, por cierto, que a los efectos del Estado no son nada parecido a inmigrantes de segunda ni de tercera generación, sino ciudadanos a título completo sobre los que, al denominarlos así, se hace pesar como un estigma la decisión de instalarse en el país que tomaron sus padres o sus abuelos.

Frente a estos ciudadanos a título completo sobran tantos llamamientos a la integración como se han hecho estos días, y falta un insobornable ejercicio de justicia. Justicia para acabar con las atroces condiciones de vida en las que llevan demasiado tiempo confinados, pero justicia también para que respondan, como ciudadanos que son, de todos y cada uno de sus actos.

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