Lujos de cine
La noticia de la destrucción por un incendio de la mansión Feyne, que tal vez leí o tal vez soñé, como si yo fuera la segunda esposa en Rebeca ("Anoche soñé que volvía a Manderlay", y etcétera), me dejó algo desolada. Feyne Mansion, en Pasadena (California), aparte de sede de la Sociedad Histórica local, fue la casa en donde se rodó Bienvenido, Mr. Chance, y de la que al final salía Peter Sellers, el memo iluminado que profetizó este Washington de hoy, para caminar sobre las aguas como un perfecto simple educado en el uso del mando a distancia. En el interior de este noble palacete también fue recreado un Washington mejor, el de los Roosevelt, en la producción televisiva Eleanor and Franklin: The White House Years.
Y ahora Feyne Mansion ya no existe, si me he enterado o lo he soñado bien. Lo cual me desconsuela un poco porque, de repente, introduce en ciertas fantasías mías una parte de ruda realidad innecesaria. Hay casas de cine -pisos, salones, bibliotecas- en las que me gusta habitar cuando me recojo para pensar en mis cosas, aislada sólo por mis pensamientos, por mis quimeras, de los decibelios del entorno. Y me gusta pensar que ni el fuego ni el tiempo pueden destruirlas. No es que la mansión Feyne figurara entre mis predilectas, con tanto engolamiento en sus estucos, aunque no tan grandona e imponente como el decorado que sirvió como finca patrimonial de los De Winter (de nuevo Rebeca), pero, si arde ella, ¿qué no les ha podido ocurrir a otros lugares que, congelados para siempre en las emociones del cine, para nuestro placer o confort, e incluso para nuestra tranquilidad, es de temer que se hayan convertido en polvo o pólvora?
Que yo sepa, algunas localizaciones naturales siguen en pie. El 641 de Irving Blvd., en Los Ángeles, donde se rodaron los interiores de El crepúsculo de los dioses y algunas escenas de Rebelde sin causa. La iglesia episcopal-anglicana de Todos los Santos, en Beverly Hills, ante cuya puerta fue detenido Dudley Moore tras haber seguido a la novia, la chica 10, Bo Derek. Pero no son lugares propios para el recogimiento al que me refiero, aunque continúen ofreciendo su impecable presencia en las historias de que formaron parte.
Por cursi que resultara la escena de los Della Francesca en El paciente inglés, ¿quién no querría visitarla -sin el plasta de las velas, sin gente-, de noche, con una buena linterna? Tranquiliza, pues, saber que existe: es la capilla Bacci, en la iglesia de San Francesco, en Arezzo, en la Toscana. Podemos acudir, los frescos han sido restaurados, y hay que reservar entrada con anticipación, lo cual presupone colas, turistas. De modo que es mejor recogerse en el recuerdo.
Supongo que podemos decir lo mismo del apartamento de Central Park West neoyorquino donde Woody Allen rodó Hanna y sus hermanas. Me vuelve loca ese piso. Su distribución, su enorme cocina, su comedor, su piano, sus salones, la forma en que entras y sales por una u otra puerta, sin dejar de comunicarte con el resto de las habitaciones. Esa solidez de burguesía intelectual que exudan las paredes en la ficción se ramifica hacia el exterior, halagando el olfato (las lujosas tiendas de comestibles del Upper West Side), la vista (las galerías de arte, los anticuarios, los museos) y casi el tacto: deslizar los dedos por las estanterías, poder elegir algún libro semioculto por los hombros de Michael Caine mientras piensa en cómo pegarle un revolcón a la cuñada. No obstante, también prefiero el apartamento vacío. El colmo del lujo, para alguien que creció más bien en un interiorismo a lo Rocco y sus hermanos.
No quiero ni pensar que un día puedo llegar a leer, o a soñar, que el escenario de Hanna, sito en el edificio (exclusivo, como suele decirse: carísimo) The Langham, puede arder, desaparecer. Sería tan aterrador como descubrir que ha desaparecido de Guerra y paz (el libro) el capítulo de la excursión en trineo, donde también suelo esconderme, para ser feliz en la nieve de ficción, cuando caen simbólicos chuzos de punta.
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