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Reportaje:

El hombre observador

Glenn Murcutt es uno de los secretos mejor guardados de Australia y, a la vez, uno de los arquitectos más reconocidos del mundo. Sus viviendas unifamiliares se han convertido en construcciones modélicas.

"Llegamos al trabajo en metro, con aire acondicionado encendido en verano y la calefacción en invierno. En la oficina, las ventanas están cerradas y también está conectado el aire. Al salir cogemos el coche y ponemos en marcha el climatizador. Cenamos en un restaurante con refrigeración, y al llegar a casa ponemos la tele para saber el tiempo que ha hecho". Con ese recorrido irónico suele empezar Glenn Murcutt sus conferencias. De alguien como él, nada preocupado por construir rascacielos por las ciudades del mundo y extremadamente ocupado en que sus viviendas no dañen el paisaje y resulten cómodas consumiendo escasa energía, se podría esperar a un tipo sensible o metódico, a un anacoreta minucioso, pero no al hombre risueño y vehemente que es, capaz de poner en pie a un auditorio de arquitectos jóvenes. Jóvenes. En el mundo de la arquitectura actual sólo un sabio podría dar la mano a un estudiante. Como alguien que empieza, Murcutt trabaja solo, sin teléfono, con menos de un encargo al año. Como alguien que termina, elige escrupulosamente sus proyectos: visita el terreno; se queda en él para ver el amanecer, para contemplar la puesta del sol y para anotar la frecuencia de las brisas; permanece en el lugar hasta que ve llover, y asegura que usa las condiciones climáticas como un material constructivo más: "Casi todas las cosas importantes que sé las he aprendido observando. Si observas, ves. Se necesita paciencia y tiempo. Debes aprender adónde mirar y, a la vez, a ver lo que no esperabas ver".

Glenn Murcutt (Londres, 1936) es un arquitecto atípico. Pero su vida aún lo es más: "Siendo un niño viví como un impostor en una zona muy peligrosa de Papúa- Nueva Guinea. Mi padre buscaba oro en el territorio de los kukukuku. Al ser los invasores estábamos expuestos a todo tipo de peligros. Crecí sabiendo que era vulnerable. Y eso es una lección que te enseña a estar instintivamente alerta y a ver cualquier cambio, sea visual, acústico u olfativo. Viví una infancia extrema que me enseñó a explotar mis sentidos para defenderme. Podía oler a los kukukuku cuando éstos se acercaban. Y sabía, siendo un niño, que ellos también podían olerme a mí. Una brisa traía un olor. El cambio de dirección del viento podía delatarte. Si la hierba, que medía dos metros, se movía levemente y yo no sentía la brisa en la cara, sabía que por allí venía alguien. Nuestra vida dependía de que fuéramos observadores y estuviéramos constantemente en estado de alerta. Eso despierta a cualquiera".

¿Su vida estaba realmente amenazada? Varios amigos nuestros fueron asesinados. Mi madre no daba dos pasos sin llevar su rifle. Y no dudaba en disparar a los kukukuku si se acercaban a nuestra casa. Estuve allí hasta los seis años. Nos fuimos cuando llegaron los japoneses. Quemamos la casa e hicimos explotar la piscina. Lo recuerdo todo perfectamente. Sólo de adulto me di cuenta de la fuerza de los recuerdos de mi infancia. Conservo muchos, como la avioneta que casi rozaba la tierra para lanzar, con una piedra atada al final, la saca del correo. Sin la piedra coloreada, que quedaba visible sobre la densa hierba, en una selva de hierbas de dos metros, nunca hubiéramos podido encontrar el correo. De allí viajamos a un suburbio de Sidney, donde el cartero repartía las cartas que llevaba en una bolsa. El comportamiento y las normas eran lógicamente muy distintos. Y esas diferencias fueron muy críticas en mi aprendizaje y en mi formación.

Todos somos fruto de nuestra niñez, pero en usted ese pasado parece afectar no sólo a su carácter, sino también a su obra.

Sin duda. Cuando llegué a Australia sólo hablaba el dialecto de la gente de Nueva Guinea. Se llama pigeon english. Y ése fue mi primer idioma. Modeló mi forma de pensar. Es un lenguaje que habla con imágenes, no con conceptos. Hay imágenes que se quedan en tu cerebro y te forman. En mi caso son imágenes de protección, de vulnerabilidad, de supervivencia. Y la supervivencia es algo crítico en mi manera de pensar. Siempre tuve mucho miedo a la oscuridad, incluso de adulto. Hasta que, con 50 años, decidí regresar a Papúa-Nueva Guinea. Fui con mis estudiantes. Algunos eran de la zona. Eran kukukuku. Aprendí entonces que para ellos los espíritus malignos rondan por la noche. Por eso encienden hogueras, para que la luz no les permita acercarse a las casas. A mí me crió gente de Nueva Guinea, con esas creencias. Es obvio que a mis hermanos y a mí eso nos afecto. Acostumbrados a protegernos de todo, nos habituamos también a protegernos de la oscuridad sin cuestionar cuál era su peligro. Cuando averigüé la causa de mi miedo me liberé. Pero me costó 50 años. Eso también es una lección.

¿Hasta qué punto ha influido en su arquitectura su natural estado de alerta?

Cuando estás alerta, cuando eres observador, sabes leer el paisaje, el viento, las mareas, la luz… En la vida he aprendido muchísimo más observando que leyendo. La observación ha sido siempre mi criterio, mi fuente de conocimiento y de experiencia. Todo es observable: el comportamiento, el entorno, la evolución, los cambios, el peligro, la paz…

Su padre se había ido de casa a los 13 años "para ver el lado feo de la vida". Más tarde construyó un bote -que se hundió- para cruzar el Pacífico con Errol Flynn (antes de que éste se convirtiera en actor). Además fue un pionero, un precursor en un tema tan candente hoy como la sostenibilidad sin siquiera darse cuenta.

Fue autodidacta. Inició la industria de la madera de araucaria, que tiene un tronco muy grueso, a veces de hasta un metro de diámetro. La madera era espléndida. El oro de mi infancia y la madera de mi adolescencia forjaron su vida profesional. Entonces llegó la guerra. Fuimos a Sidney. Y en lugar de gastarse el dinero en bares y juergas, como hacían tantos buscadores de oro para contrarrestar la dureza de su ocupación, lo invirtió en un hermosísimo pedazo de tierra. Mi padre era autodidacta, pero como buen superviviente buscaba siempre consejo. En Nueva Guinea leía libros de Thoreau. La filosofía era su formación y su distracción. Creo que el motivo por el que compró un pedazo de tierra virgen está, remotamente, en esas lecturas. Él era muy analítico, y en Australia mucho estaba por hacer. Cuando está todo por hacer, uno aprende a pensar en todo. Comprar tierra virgen significaba ser capaz de llevar agua y de deshacerte de residuos. Eso forma la mente. Los desechos se eliminaban en pozos negros. Y mi padre observó que los fosfatos y los nutrientes mataban la flora autóctona. Decidió investigar el tema. Por la noche nos cogía a mi hermano y a mí y nos llevaba a terrenos vecinos. Cavábamos. Plantábamos semillas de plantas que necesitaban grandes cantidades de nutrientes, que era lo que había bajo la casa. Para propagar las semillas, las poníamos en el horno -para que se abrieran- o vertíamos agua caliente sobre ellas para que pudieran germinar. Luego las repartíamos por el suelo. Mi padre me explicó por qué los árboles crecen donde lo hacen.

La figura paterna es fundamental para entender su vida y sus elecciones.

Es una figura muy poderosa, arrolladora. Por eso no es fácil de describir. Cubría muchos frentes. Todo le interesaba. En casa teníamos dos pianos Steinway. Nos entrenó para saber nadar. Mi hermano Douglas participó en los Juegos Olímpicos de Melbourne como parte del equipo de waterpolo. Luego se convirtió en músico. Pero mi padre no gustaba a todo el mundo. Era muy exigente. Mi hermana Nola rechazó su liderazgo, y mi padre aceptó su rechazo. Para mí y para mi hermano fue fantástico. Teníamos trabajos en la casa. Antes de ir al colegio corríamos campo a través. A las nueve estábamos en el colegio, y al regresar ya nos esperaba con unas bicicletas o con la orden de nadar varios kilómetros. Durante las vacaciones de verano nos obligaba a trabajar en su fábrica. Hacíamos ventanas, escaleras, puertas. Cuando querías un barco te obligaba a hacértelo tú. Cuando terminabas de correr te decía: "Empieza a correr de nuevo. Y hazlo más rápido". Claro que nos enfadábamos. Fue duro, pero me enseñó mucho. Cuando crees que has terminado algo en la vida, debes preguntarte si puedes hacerlo mejor. Sólo así conseguirás algo extraordinario.

¿A usted le gustaba toda esa presión?

No me gustaba entonces. He aprendido a valorarla después. Como arquitecto odio la presión. Supongo que quien me confía su casa sabe que voy a hacer todo lo posible por hacerla bien. Pero para dar lo mejor de mí mismo necesito tiempo. Mi padre me aseguraba que de mayor entendería que él nos había entrenado para que fuéramos capaces de caminar solos. Ése es el trabajo más difícil que debe realizar un padre: enseñar a su hijo a vivir sin él. Nosotros nos enfadábamos mucho. Pero hoy, mi hermano músico y yo pensamos lo mismo: era fantástico. Y eso me parece una manera maravillosa de llegar al final de mi vida. El año que viene cumpliré 70 años, la edad a la que él murió.

Con esa herencia, ¿qué tipo de padre ha intentado ser usted?

He sido un padre distinto. He tratado de que mis hijos vieran muchas cosas. Me ha preocupado que tuvieran muchas experiencias. Durante muchos años me encargué yo sólo de su educación. Fui padre, madre y hombre con un trabajo. Mi mujer estaba enferma, no se podía mover, y también debía cuidarla a ella. Mi hermano me echó una mano y les enseñó música. Los viernes volaban hasta su casa. Allí aprendían a montar a caballo, a cuidar de una granja. Yo a mis hijos les enseñé a navegar, y me costó mucho dejarles navegar solos. Por eso comencé a valorar a mi padre.

Australia es un país pionero en la construcción bioclimática y el cuidado del medio ambiente. Las viviendas levantadas para los atletas de Sidney 2000 eran sostenibles. Son abanderados de la ecología y lo han hecho todo sin el apoyo inicial de los políticos.

Es inevitable, para nosotros es vital. Somos tan conscientes de los desastrosos efectos de la polución que hemos limpiado nuestro puerto hasta conseguir que las ballenas y los delfines vuelvan a verse en Sidney. Un grupo de gente empezó una campaña para limpiar Australia. Las iniciativas que arrancan de la gente permanecen. Luego, los políticos nos han seguido. La preocupación por el medio ambiente ha cambiado el civismo, la vida y la cultura australianos. Estamos concienciados. Y quienes no lo están pagan las consecuencias: dejarse un cigarrillo sin apagar cuesta 200 dólares de multa.

Su padre le preparó para conquistar el mundo, y usted eligió crecer muy poco, realizar pocos encargos.

De alguna manera he conquistado el mundo, pero sin hacer ruido. Aprendí a nadar con dos años y medio para evitar los peligros de no saber nadar. Todo lo que hice de niño, lo hice por sobrevivir. De mayor he preferido vivir. Mi padre era muy estricto, pero me enseñó a sobrevivir. Y me dio un consejo: no digas nunca lo que vas a conseguir. Es algo muy británico. Nosotros no hablamos de lo que vamos a hacer. Lo hacemos. Es tan importante hacer las cosas como hacerlas discretamente. Y conseguir cosas significa hacerlas lo mejor posible. Cuando regresábamos del colegio con las notas, mi padre nos preguntaba: "¿Lo has hecho lo mejor que has podido?". Si decías sí, te felicitaba; si decías no, te ponía a trabajar.

¿Puede más la exigencia que la comprensión?

Las dos cosas son importantes. En mi casa, de niño, no teníamos dinero de bolsillo. No se nos daba una cantidad fija. Cada semana nos pagaban lo que nos ganábamos. Y no sólo por trabajar, también por cosas como hacer según qué preguntas. Una buena pregunta te hacía ganar dinero. Una pregunta previsible era una multa. Hacer cosas importantes -sembrar semillas, por ejemplo- valía dinero. Pero si lo callabas. Si lo contabas no recibías nada. No hacer las cosas por reconocimiento nos preparó mucho para la vida. Nos ayudó a ser independientes.

¿Por qué hace usted las cosas?

Porque puedo y quiero hacerlas.

Hacer de granjero es hoy su afición. ¿Qué aprende un arquitecto de una granja?

Es mi afición y mi negocio. Tengo una granja en la que crío canguros y vacas. Tengo árboles frutales: siete kilómetros de terreno junto a un río, y un bosque. Es un negocio que se mantiene y produce un poquito más. Antes pasaba allí una semana al mes. Me gustaba recordar de dónde salían las cosas importantes. Ahora se me escapa más el tiempo. Pero todo volverá.

¿Cómo se le escapa el tiempo?

Viajo mucho, tal vez demasiado, pero es que el mundo es tan bonito… Nací en Londres por casualidad: mis padres habían llegado allí de camino a ver los Juegos Olímpicos de Berlín y a mi madre se le adelantó el parto. Luego regresaron a Australia atravesando Estados Unidos en un rally, y en Los Ángeles tomaron un barco. No sé si eso marca. Siempre me ha gustado viajar. Me gusta conocer gente, estudiantes. Escuchar otras preocupaciones, ver otros estilos de vida me hace pensar. Pero después del Pritzker no puedo ir a todos los lugares de donde me llaman. Con todo, lo disfruto: la enseñanza se ha convertido en una magnífica manera de aprender.

¿A qué obedece su aislamiento profesional? No tiene teléfono, ni correo electrónico, ni móvil.

Ahora ya no estoy solo. Recientemente amplié mi despacho. Estoy asociado a mi mujer. Además tengo un fax. Los faxes son estupendos. Quien quiere algo se toma la molestia de escribirlo. Ese mínimo esfuerzo elimina a quienes sólo quieren cháchara. No tengo secretaria y no me puedo pasar el día al teléfono. Así de sencillo.

Usted habla de una lección aprendida en la infancia: la necesidad de hacerse amigo del paisaje. ¿Cómo se hace?

El arquitecto noruego Christian Norberg Shulz escribió que hasta que no se es capaz de disfrutar del crujido de la nieve bajo una pisada, no se llega a comprender el paisaje de su país. En el mío, si no has oído el cambio del día de verano a la noche estival, si no has oído ni olido esos cambios, no conoces la tierra. El cielo australiano es de los más claros del mundo, despejado, con estrellas.

¿Es más difícil hacerse amigo de un paisaje urbano?

En Sidney, no. Lo más bonito de mi ciudad es su puerto. Y el puerto es un espacio público: tienes que caminar más de un kilómetro hacia el interior para encontrar espacios privados.

¿Qué se puede hacer para que lo que se construye sea mejor?

Pensar. Si uno pregunta: ¿por qué se están construyendo tantos edificios extraños?, con frecuencia la respuesta que le dan es: porque es posible, la técnica y el dinero lo hacen posible. Eso no es una respuesta válida ni suficiente. Los edificios deberían cubrir necesidades reales, no fabricadas. Las personas nos abrigamos en invierno y nos desnudamos en verano. Con las casas deberíamos hacer justamente lo contrario: abrigarlas en verano (para aislarlas del sol) y desnudarlas en invierno (para permitir que el sol las caliente). Por lo demás, las normas son las mismas que para todo: si lo que uno tiene que decir no es mejor que el silencio, lo mejor es callarse. Si lo que vas a construir no mejora el paisaje, por lo menos que no lo estropee. El paisaje debe comerse a la arquitectura, y no al revés. Sólo así los edificios estarán al servicio de las necesidades reales del hombre. Y no creándole nuevas preocupaciones.

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