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Columna
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Marsé

Las declaraciones de Juan Marsé sobre la última edición del Premio Planeta han levantado una brisa breve que agita las hojas del otoño literario en que vivimos. Los afectados hacen como si no fuera con ellos: no se irritan, o así parece; amagan pullas y califican de anécdota lo ocurrido. Una excentricidad. En los medios, unos critican a Marsé por petardista; otros lo jalean sólo porque siempre agrada ver apaleado a quien acaba de embolsarse un pastón con poco esfuerzo. Los más sensatos dicen que Marsé exagera, y que si quería encontrar a Thomas Mann entre los finalistas no debería haberse metido en un premio que sólo es una operación editorial con fines comerciales.

La actitud de los premiados es comprensible, pero con su despreocupación no hacen más que confirmar el delito que se les imputa. Marsé es hombre campechano y aborrece tanto la grandilocuencia que cuando habla de cosas serias parece que esté hablando de fútbol. Pero no puede evitar ser lo que es: uno de los escritores más importantes en lengua española. De modo que cuando se pronuncia sobre este asunto hay que hacerle caso, sea cual sea el tono formal de su discurso. El que a Marsé no le apetezca hacer de Marsé es una cosa, y ningunearlo, otra muy distinta. Porque es obvio que Marsé sabe muy bien lo que es el Premio Planeta. Sabe que no es una obra de beneficencia, sino un concurso destinado a promocionar entre el gran público novelas de consumo. Pero la literatura de consumo también es susceptible de valoración, moral y literaria. Puede apelar al interés general o a los bajos instintos, puede ser inteligente o zafia, y puede estar bien o mal escrita. No hace falta ser Marsé para entenderlo. Y si alguien que acepta participar en el jurado de este premio considera que el material presentado no da la talla, prefiero no imaginarme cuál debe de ser el nivel de la oferta. De manera que el panorama no es bueno para el Planeta, pero sobre todo no es bueno en general, porque una literatura es un lenguaje en el que participa toda la comunidad, incluidos los que no leen, y en este lenguaje ha de haber de todo: piezas profundas, superficiales, aburridas y divertidas. Hasta desaciertos. Pero no un vacío abisal. Y si lo hay, tenemos un problema, no una anécdota.

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