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Columna
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Nación en la faltriquera

Extraño, más que ajeno, a la polémica en torno al vocablo "nación", subió al tren que salía desde Valencia hacia el Madrid de Zapatero y el denostado Carrillo, Aguirre y Ruíz Gallardón. Andaba el mozalbete por los veinte y pocos años. Sabido es que las playas veraniegas facilitan encuentros esporádicos que se convierten en afectos y deseos permanentes entre la gente joven de nuestro litoral y la sangre nueva de tierra adentro. Luego llegan las lluvias y el invierno, y los besos buscan los besos, el deseo telefonea al deseo, y la Renfe soluciona el resto.

Al mozo valenciano-hablante de El Baix Maestrat, una conversación en torno a la reforma o proyecto de estatuto de autonomía le suena a chino mandarín. No lee periódicos, semanarios o libros. Se acompaña siempre de cuanto artilugio moderno cabe en la faltriquera: el móvil imprescindible, reproductor musical iPod y lo demás. El discreto tono de voz, que utiliza en el vagón para telefonear a su dulcinea madrileña, hace que el resto de pasajeros acaben por enterarse del nombre propio de la enamorada, madrileña y castellano-hablante, así como de otros avatares familiares y personales. El chico no escribe desde hace muchos años, y semejante es su interés por la lectura. Prueba fehaciencie, esto último, de que encuestas y estadísticas sobre la aculturalización de las nuevas generaciones no distan demasiado de la realidad.

Distante, muy distante al mundo que rodea al muchacho es sin duda la semántica actual o la historia del contenido que le dimos y le damos al término "nación". Y es precisamente esa palabra la que destapó la jarra de todas las maldades en las filas del radicalismo nacional del centro y en las escuadras del radical nacionalismo de la periferia. Uno no sabe si envolver la disputa nominalista en torno al vocablo "nación" de tragedia o de comedia. Que el urbanismo depredador se cebe en el territorio valenciano e hispano; que la pérdida de hábitos de lectura corra paralela a las seudo-reformas, contrarreformas y palabrería en el ámbito educativo y escolar; que la recuperación social del uso de la lengua propia, como el valenciano, sea más declaración de Ares que realidad; que el aprovechamiento de la inagotable energía solar sea más que escaso, y que... lo que ustedes quieran, carece de atención e importancia. Lo sustancial y ridículamente importante es que aquí o allá aparezca el término de "nación". Un vocablo trascendental y arrojadizo, que apenas nada dice a quien cree que su nación es su lengua o sus lenguas, su infancia o su paisaje, sus problemas cotidianos, y los problemas de las generaciones nuevas generaciones que empujan.

Porque, asustado por el guirigay y la confusión en determinados medios de comunicación, cualquier hijo de vecino -los hijos de vecino son siempre mayoría en todas partes-, acabará envidiando la plácida despreocupación del mozalbete de El Baix Maestrat y sus romerías amorosas a Madrid; envidiando un nacionalismo que no excluya a nadie, y al que nadie excluya. Un nacionalismo que respete y asuma la diversidad, sin fronteras: que las fronteras son líneas imaginarias en el mapa. Mucho antes de que apareciesen los irredentos con fronteras geográficas, el vocablo "nación" se refería a un grupo social o cultural diferenciado.

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