Pintura ancestral
A sus 82 años y trabajando en la actualidad con pintura acrílica en lienzos de gran formato, Paul Jenkins ha sobrevivido a muchos de sus colegas y amigos, entre los que se encontraban De Kooning, Rothko, Pollock, Barnett Newman, Lee Krasner y Michaux, que lo trataron de igual a igual, como a un colega. Sin embargo, Jenkins no ha alcanzado por el momento ni su fama ni su posición en el mercado. No creo que le preocupe, pues sin duda sabe que el reconocimiento, que no se puede cuantificar en dólares ni en el número de entradas vendidas, es algo bien distinto. Pero aun así, no dejo de preguntarme ¿por qué?
Puede deberse a que su obra hace menos referencias que las de sus amigos a la pintura europea. Es más un forastero que un rebelde; y esto podría hacer que a las instituciones les lleve más tiempo aceptarlo. Sea como fuere, Lille, una ciudad proletaria mucho más audaz que otras (no es la primera vez que lo demuestra), le dedica estos días una exposición maravillosa en su Palais des Beaux Arts.
¿Por qué digo forastero? En el inmenso vestíbulo del Palais están colgados cuatro lienzos de 10 metros de altura. Son tan altos y verticales como las columnas del edificio. Todos ellos ofrecen una presencia articulada, que se retuerce sobre sí misma, elevándose, como si tuviera miembros, aunque no sean ni humanos ni animales. Imposible considerarlos cuadros abstractos: un término de la historia europea del arte. Estas presencias son totémicas. Uno alza la vista para contemplarlas y siente que lo que ve allá arriba, en cada una de estas estrechas tiras, es un lugar específico. Los lugares guardan silencio, a sabiendas de que sus colores son estridentes y hablan por sí mismos.
En el piso de abajo hay otros 50 cuadros colgados en las paredes pintadas de negro e iluminados con luz artificial. No los examinas; los miras como se miran las llamas trémulas de un fuego por la noche, que se paran de pronto un instante (un eón) y luego continúan imperturbables. (Puede que sea por esto por lo que la palabra fenómenos aparece en todos los títulos de sus cuadros). Se hace aquí todavía más evidente la estrecha relación que guarda su obra con las creencias, los secretos, los signos y la visión de los indios americanos.
Estos lienzos, que se suelen denominar "no-figurativos", encierran una idea nómada del lugar. Muestran unas formas reales que carecen de dirección y no pueden recibir un nombre sedentario. Ésa es su forma de ser forasteros.
Tomemos, por ejemplo, un cuadro de cuatro metros de largo titulado Phenomena astral tundra. Está dividido en dos; a la derecha cuelgan unos "pliegues", como los que forma la tela o la lona en una tienda de campaña, vistos desde muy cerca; a la izquierda, los pliegues de la tierra, que se extienden en la lejanía hasta el infinito. En ambas mitades los colores pertenecen a la misma familia o, si se quiere, comparten la misma herencia.
Los colores son la esencia de su obra. No son un medio para alcanzar un fin -aunque es un maestro con la pintura-, sino los protagonistas, los agentes, de lo que pinta.
¿Cómo son esos colores? Si los consideramos por separado, cada color es fuerte, contundente (no hay lugar para la duda, la vacilación o el matiz), pero sin caer en la brusquedad o la vulgaridad. Cada color nos lleva muy lejos; es lo opuesto a la intimidad.
Vistos juntos (y sus cuadros tratan del encuentro de los colores, de sus asambleas), adquieren ese lustre especial -o velocidad, como prefiero llamarlo- de los colores sintéticos, como el poliéster o las resinas epoxídicas. Si nos acercamos a las puertas traseras de un gran supermercado, donde se amontonan en sus envoltorios rotos los productos caducados o estropeados antes de su recogida, encontraremos la paleta con la que trabaja Jenkins para conseguir algo completamente distinto. Colores de hidrocarburo que no existían antes de la era del petróleo.
Salto de siglos
Puede que nos estemos acercando a la clave de su originalidad. Por un lado, encuentra su inspiración en la visión primigenia de los pueblos indígenas nómadas de Norteamérica; y, por el otro, encuentra y usa unos colores y unas combinaciones de color que pertenecen a la moderna era del plástico. De este modo se salta -lo que no significa que los desconozca- los cuatro siglos de arte blanco que separan esos dos periodos. Ello hace que al pintar pueda referirse a otras ramas del conocimiento y de la percepción más intuitivas y menos cartesianas y jugar con ellas.
En un cuadro como el titulado Phenomena navigator to de four winds, los colores, sus protagonistas, heredan un conocimiento de las plantas que no tiene nada que ver con la botánica de Linneo; un conocimiento del agua parecido al de los castores; una reacción al aire que recuerda a la que se dibuja en la superficie de las aguas; o una percepción del rojo capaz de distinguir inmediatamente sin necesidad de explicación entre el peligro, el dolor, el deseo y la fuerza.
Merece la pena observar que tal vez exista un paralelismo entre la evolución pictórica de Jenkins y ciertas iniciativas políticas que tienen lugar hoy día en el mundo. Frente a la destrucción del planeta bajo la tiranía del beneficio, mucha gente ha empezado a unirse a los pueblos indígenas amenazados y a aprender y adoptar su experiencia ancestral para sobrevivir y mantener un diálogo con la naturaleza; y estas iniciativas llegan a ser en gran parte posibles gracias a la más reciente tecnología de la información. Se da un salto similar sobre los mismos cuatro siglos. La obra que Paul Jenkins ha realizado durante los cuatro últimos decenios es probablemente profética.
Pero éste no es el secreto que guardan sus cuadros. Volvamos a su extraordinario uso del color. Jenkins hace múltiples referencias al prisma, porque éste demuestra científicamente cómo nacen los colores de la luz, no en la luz. El arco iris hace lo mismo de una forma celestial. Y la luz es una precondición de la vida. Así, en su pintura trata los colores como si fueran los precursores de la vida.
Al pintar con ellos los imagina en el momento de reflejarse por primera vez a partir de una sustancia, cuando el espacio en el que se alojarán (por así decir) está aún lejos de ser seguro, pues nada, ni siquiera ellos, tiene nombre todavía.
En ese momento, los colores son mensajes para lo que está a punto de empezar, como los mensajes de un código de ADN. Y son ellos, los colores, los que prometerán una continuidad que va de lo mineral a lo vegetal, de lo vegetal a lo animal y de lo animal a aquello que es capaz de conmover.
Miras sus azules, sus rojos, verdes, negros y amarillos y te convences de que son nuestros antepasados más antiguos. Éste es el secreto de su obra.
La exposición estará abierta al público hasta el 20 de noviembre. Traducción de Pilar Vázquez.
Babelia
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