El 'caso Maragall'
Maragall es raro. De esto ya nadie duda. Y, aunque los tiempos que corren son dados a liderazgos sin atributos precisos, normalmente la rareza es condición para el liderazgo. La rareza de Maragall, sin embargo, tiene algo de autodestructiva. Diríase que tiene una pulsión interior que le conduce irremediablemente a complicarse la vida cada vez que parece que la situación le va a favor. Y no siempre saca ventaja de la complicación: basta recordar el lío del 3%. Poca gente duda de que el Gobierno catalán necesita una renovación. Detrás del debate estatutario se esconde un Gobierno que, por muchos listados de realizaciones que se presenten, no ha sabido transmitir a la ciudadanía un acción política realmente renovadora como podía esperarse de una coalición que se presentó, con bombo y platillo, como la del gran cambio en Cataluña. La duda es si basta con un cambio de algunas carteras o si el problema es estructural, de una coalición más pendiente de pequeños cálculos políticos que de la acción de gobierno. Y la prueba de lo que digo es que el desencadenante de la actual crisis fue el rechazo de Maragall a que Carod volviera a ejercer de conseller en cap antes de que se apruebe el Estatut.
Para muchos, entre los que me cuento, resultan atractivos los gobernantes que se sitúan más allá de sus propios partidos. Y que ejercen el liderazgo con una mirada más amplia que la que los partidos tienen, atrapados siempre entre las cuentas electorales y los intereses personales de la pequeña casta de cuadros altos.
A cualquier líder le gusta jugar a general De Gaulle, ejemplo de gobernante con carisma incapaz de dejarse sujetar o conducir por una organización política. Pero para poder hacerlo se necesita que se cumplan determinadas condiciones: que el líder en cuestión tenga un aval mucho más amplio que el de su partido y que éste, por supuesto, se refleje en las urnas con mayorías amplias o absolutas. Y que el partido sea un apéndice del líder en cuestión, y no el líder una emanación del partido. Ninguna de estas condiciones se reúnen en el caso de Maragall.
No hay ningún dato que permita pensar que Maragall abarca mucho más que su partido en la sociedad catalana. Si hay alguno es en la dirección contraria: el PSC (Maragall) sacó un millón de votos en las autonómicas, el PSC (Zapatero, Montilla o lo que quieran ponerle) sacó un millón y medio cuatro meses más tarde en las generales. Por muchas ponderaciones que se puedan hacer de estos datos en función de las circunstancias, nadie podrá afirmar que el espacio de Maragall es superior al espacio del PSC. O PSC-PSOE si lo prefieren, porque no veo ninguna razón para que el PSC esconda las señas de identidad que le han hecho el principal partido de Cataluña. Y -segunda condición- todo el mundo sabe que el PSC no es imagen y semejanza de Maragall, sino que más bien Maragall y el PSC se conllevan como pueden. El PSC tiene fundadas razones para pensar que Maragall, a fuerza de querer gustar fuera de su electorado, puede estar alienándole una parte decisiva de éste.
Maragall, pues, no cumple las condiciones para jugar a De Gaulle. Si el PSC no le apoya, se queda compuesto y sin nada. En cambio, el PSC sí tiene recambios en su partido para sustituirle. Con lo cual, una vez más, Maragall ha pensado pero no ha medido. Un gran golpe sólo se puede dar con sentido de la ocasión: cuando eres más fuerte que aquel al que quieres ganar. ¿Es Maragall en esta coyuntura, con el Estatuto en el Parlamento español, más fuerte que el PSC? Un golpe en mal momento es una frivolidad, porque castiga a quien lo da y a su familia.
Con lo cual Maragall sólo podría salvarse con un cálculo de futuro. ¿Una crisis con el PSC le pondría a salvo de un fracaso del Estatuto en Madrid? ¿Y qué ganaría con ello? ¿Hundir al PSC y salir como presidente mártir? Pasaron los tiempos de las historias de santos. A medio plazo, el golpe frustrado de Maragall le debilita a él y a su Gobierno, y da a Zapatero un fusible para el Estatuto. Es decir, exactamente al revés de lo que el presidente catalán buscaba.
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