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Columna
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De Castro a Krauze

Unos hablan con entusiasmo de una nueva era de la paz y la fraternidad que irrumpe de repente, como si la humanidad los hubiera estado esperando a ellos para abrazar sus soluciones imaginativas a problemas antiguos, cuando no eternos. Otros ven llegar en masa los peligros de la mano de ese activismo del nuevo optimismo histórico. En todo caso, cada vez hay más gente convencida -encantada o aterrada- de que estamos en pleno cambio de época, en España, en Iberoamérica y en el mundo en general.

En España es evidente que existe una constelación política favorable a aquellos que quieren dar por concluida la etapa histórica que se inició con la firma de la Constitución de 1978 y los estatutos de autonomía. Y aunque estamos aún lejos de poder siquiera intuir en qué tipo de orden o sistema concluirá el proceso emprendido, lo que ya parece difícilmente cuestionable es que éste no es reversible. No hay que ser muy agorero para predecir que, igual que nunca volverá a haber un Estatuto catalán con el voto de todos los diputados al Congreso de los Diputados salvo uno, no volverá a haber, en un futuro previsible, la concordia política basada en la coincidencia última sobre los fines del Estado que se mantuvo durante un cuarto de siglo.

La profunda tristeza que produce observar este enconamiento de los conflictos en España aumenta, si cabe, al ver que en Iberoamérica asistimos a ciertos procesos que se parecen tanto a esta descomposición del consenso básico político en España como su reciente pasado democratizador semejaba a la transición española. Si, como recuerda el liberal Enrique Krauze en el último número de Letras Libres, durante dos décadas la transición española fue el ejemplo a seguir para toda América Latina -como también lo sería después para el Este de Europa-, ahora el creciente desprestigio de aquel proceso político es paralelo al cuestionamiento general del pacto reformista político y social como única fórmula aceptable de la transformación hacia sociedades más justas y prósperas.

Es difícil establecer cuáles son los factores que más han contribuido a que las sociedades latinoamericanas, con escasas excepciones, vuelvan a prestar oídos a las arengas izquierdistas y populistas y, en algunos casos, incluso guerrillero-terroristas que tanto dolor, miseria y sangre han causado en el continente durante el siglo XX. Cierto es que el discurso antinorteamericano, que ha sido muy fácil con George W. Bush en Washington, resulta atronador y se ha convertido en una continua arenga antioccidental y antiliberal alimentada desde Europa, y España en especial, y bien difundida por el petrodólar venezolano. También es cierto que la corrupción ha demostrado ser el peor enemigo de la democracia y que las clases políticas corruptas e incapaces han minado las posibilidades de que las reformas políticas tuvieran su reflejo en una mayor cohesión social y un mayor bienestar para los amplios sectores estancados en la pobreza. Castro gana popularidad, Krauze la pierde. Latinoamérica ha sido la región del mundo en la que más fácilmente se ha podido extender un curioso mensaje totalizador que criminaliza a un tiempo la globalización como fenómeno, el liberalismo económico como método y el político como actitud política o ideología.

El enemigo es Washington y la globalización, pero también el enemigo interior. Con una buena dosis de sectarismo, todo intento de transición pactada salta así por los aires. EE UU no ha sabido contrarrestar este discurso, lo que se nota en momentos como la Cumbre de Salamanca. España, la anfitriona, la que exportó la idea de la transición a América y pavimentó así reformas pacíficas sin cuento, parece ya el gran adalid del nuevo mensaje antiliberal. Olvidó esta vez demandar la libertad de los presos políticos en Cuba. El enemigo interior. Prefirió defender a la dictadura maltratada por un bloqueo que no existe. Pero el destino no siempre es cruel; mañana en Madrid se reúne lo mejor del pensamiento político latinoamericano para celebrar un homenaje a la revista Letras Libres, cuya edición española cumple cuatro años. Aquí está el mejor pensamiento político libre de España, de México y toda América Latina, con Enrique Krauze y Mario Vargas Llosa como sus principales garantes, frente al vendaval antiliberal tan de moda. Parece mentira que aún haya que insistir en que es mejor Krauze que Castro.

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