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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Estatuto de Cataluña, a debate

El proyecto de Estatuto de Cataluña, aprobado por una abrumadora mayoría de 120 votos a favor y 15 en contra en el Parlamento de la comunidad autónoma, va a convertirse en la piedra de toque de lo que resta de legislatura. Su admisión a trámite en el Congreso de los Diputados, prevista para el 2 de noviembre próximo, abrirá un periodo de intensos debates, que ya han comenzado a escenificarse en el interior del propio partido socialista y en la agitación mediática organizada por la oposición.

Los iniciales sondeos de opinión (como el que hoy publica EL PAÍS) ponen de relieve que el aval que los representantes catalanes han dado al documento contrasta con el rechazo que la opinión pública española parece demostrar respecto a puntos sustanciales del mismo. Basta comprobar que el 53,1% de los encuestados catalanes están de acuerdo con que Cataluña se defina como una nación dentro de España, frente al 69,4% del conjunto de los encuestados que se manifiestan en contra. Similares divergencias entre la opinión catalana y la del resto de España se advierten ante las preguntas sobre la necesidad de un sistema de financiación propio o sobre la recaudación íntegra de los impuestos en Cataluña. Eso subraya, precisamente, el hecho diferencial de Cataluña, sobre el que se basan sus reivindicaciones de más autonomía.

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Es posible que no hubiera un reclamo evidente entre los catalanes para reformar el actual Estatuto, pero este argumento carece de importancia ahora, toda vez que sus representantes libremente elegidos han decidido poner en marcha el proceso. Si no existía demanda, ya se ha creado, y del acierto o no en la decisión responderán los diputados catalanes ante su electorado. Por eso, nadie que crea de veras en el sistema democrático puede hurtarse a que el Congreso se pronuncie sobre el fondo de la cuestión, planteada con arreglo al más escrupuloso procedimiento. Y ningún demócrata, tampoco, podrá dejar de acatar la decisión soberana del Congreso cuando se haga patente y sea la que sea. La democracia representativa resulta a veces incómoda, en éste como en otros casos, pero el olvido de sus reglas acaba siempre generando más sufrimiento y pesar a la ciudadanía.

Hay que huir, pues, de todo tremendismo, lo que no significa que hayamos de minimizar el caso, que afecta de manera decisiva a la estabilidad política y a la estructura del Estado. De este trance puede derivarse, si las cosas se hacen bien, una España mejor y más democrática, pero también puede producirse un guirigay de frustraciones y agravios mutuos que acabe por hacernos desandar mucho del terreno recorrido en las recientes décadas. Gran parte del futuro del presidente Rodríguez Zapatero se juega en el envite, que puede costarle un disgusto electoral. Sus dotes de liderazgo van a ponerse a prueba en una cuestión que, según muchos de sus propios seguidores, no tocaba plantear ahora.

Por eso, el presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall, haría bien en cuestionarse sus decisiones al respecto. Y el Partido Popular debe reflexionar sobre la conveniencia de intentar volver al Gobierno a base de cebar la bomba de los enojos. El anticatalanismo primario es la mejor manera de primar a los catalanistas primarios. Para que la clase política en general no salga escaldada del proceso -en Cataluña y fuera de ella-, el debate abierto tiene que producir un nuevo y duradero consenso social, no más división y enfrentamiento entre los españoles. Por eso hay que refrenar las emociones de uno u otro signo, por legítimas que sean, y centrarse en los argumentos.

El sueño de una Constitución

Aplicando ese método, de una primera lectura del texto enviado al Congreso de los Diputados, el nuevo Estatuto catalán no sale precisamente bien parado. Bastantes artículos plantean dudas sobre su constitucionalidad, quizás porque se ha redactado, desde el comienzo, no tanto con el ánimo de quien pretende un Estatuto de Autonomía como de quien sueña con una Constitución para Cataluña. De ahí la insistencia nacionalista en mantener tal cual el artículo primero (Cataluña es una nación). Si el término se emplea en su sentido amplio, sociológico o antropológico, nada sucede. Pero si se pretende darle un contenido como expresión de soberanía, es incompatible con el artículo segundo de la Constitución española.

Éste es sólo un ejemplo de los problemas con que han de enfrentarse los diputados, y tiempo habrá de comentar otras cuestiones de parecido calibre. Tan importantes o más que éstas son las propuestas que pretenden modificar la estructura del Estado por iniciativa unilateral del Parlamento autonómico, o las que afectan a la mera adecuación del Estatuto al interés general de todos los ciudadanos. El Congreso tiene una muy difícil tarea por delante: lograr que el nuevo Estatuto resulte de forma indiscutible más satisfactorio para el Parlamento catalán que el actualmente vigente, sin que se produzcan agravios comparativos o rechazos frontales en otras autonomías. Es preciso responder positivamente al mayor número posible de las aspiraciones expresadas por los parlamentarios catalanes: más autogobierno, garantías en el ejercicio de las competencias propias de Cataluña, mejor financiación de la autonomía y un reconocimiento explícito de su identidad. Pero todo ello debe venir acompañado de un esclarecimiento formal de las competencias ineludibles y exclusivas del Estado, porque hay funciones que sólo se pueden y deben desempeñar desde éste.

Podemos enumerar otros puntos calientes de discusión. El sistema de financiación parece una tentativa de reproducir los conciertos vasco y navarro, algo de imposible aplicación al conjunto de las comunidades autónomas. Con independencia de cuál sea la fórmula finalmente elegida, el método de recaudación y distribución fiscal de Cataluña debe ser generalizable al resto de España. Determinados círculos empresariales han dejado oír también su voz de alarma ante los peligros de que se consume una ruptura de la unidad de mercado, lo que redundaría en perjuicios severos para el funcionamiento del tejido productivo catalán. Pero tan grave o más que todo ello es el talante intervencionista que el documento muestra. Otro escollo es su unilateralidad, que prescinde en muchos casos de la otra cara del autogobierno: la autonomía como forma de participación en un ámbito político compartido, en el que el Estado tiene responsabilidades específicas e indeclinables y del que forman parte las otras comunidades autónomas.

Corren, en fin, muchas teorías sobre las motivaciones tácticas en la redacción del documento, escrito en prosa muy poco elogiable. Puede ser fruto de un cálculo: pedir el máximo imaginable para garantizar el mínimo necesario. Si fuera así, nos hallaríamos ante una decisión imprudente, que puede crear una seria crisis. La única forma de superarla es que se pronuncie la representación democrática de todos los españoles. Sería suicida suponer que no son necesarios cambios sustanciales en el Estatuto actualmente vigente, cuando han sido tan clamorosamente solicitados por el Parlamento catalán. Tanto como no advertir que un proceso así necesita el concurso y la colaboración de todos, incluido el Partido Popular, cuyo líder no puede terminar por convertirse en míster no.

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