Emociones catalanas
NO FUE UNA CESIÓN; fue un logro. La autonomía de las nacionalidades y regiones -expresado con esos términos en multitud de declaraciones de partidos y organismos unitarios- constituyó una de las exigencias irrenunciables de la oposición y fue celebrada como una conquista cuando apareció ratificada en el texto constitucional. Es cierto que su incorporación a la Constitución a punto estuvo de romper el consenso y que los obstáculos con que tropezó en el camino sólo se salvaron a cambio de reafirmar enfática y reduplicativamente la "indisoluble unidad de la nación española". Pero todo eso se dio por bueno con tal de ver consagrado, en los mismos términos en que había sido reclamado, el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones.
Precisamente porque fue una conquista y no una dejación es por lo que, a partir de su reconocimiento, las nacionalidades han podido construir nación desde instituciones de Estado: parlamentos, gobiernos, presupuestos, competencias, medios de comunicación, escuelas públicas: todo eso es Estado y todo eso se ha puesto al servicio de una tarea de nacionalización a la que se han dedicado recursos y energías sin cuento. El resultado está a la vista: Cataluña, que ha sido siempre la primera en reclamar autonomía, ha sido la adelantada en este proceso, proclamando por una abrumadora mayoría de diputados, desde una institución del Estado, con todo el mundo puesto en pie y cantando emocionados un himno a la patria, su identidad como nación.
Éste es un hecho político formidable: Cataluña se dice nación y tiende una mano fraternal o anuncia una exigencia... ¿a quién? En efecto, ¿en relación a qué o a quién afirma el Parlament la identidad de Cataluña como nación? Tal es uno de los problemas que suscita el acto del 30 de septiembre. Porque si los reunidos son casi unánimes al nombrarse a sí mismos, no saben cómo nombrar ante quién se afirman y con quién van a tratar. Pues, contra lo que es habitual en este tipo de actos, la afirmación de nación no viene acompañada de una proclamación de independencia. Es otra cosa, Cataluña se afirma nación con el propósito de modificar su relación con alguien a quien no sabe cómo nombrar.
No lo sabe porque todas las palabras llegan tan manoseadas que apenas sirven para entendernos. Los catalanes han hablado de las Españas, de España plural, de España nación de naciones, de España de los pueblos, de España federal, de España en red, de España supranación -idea que tanto gustaba a Bosch-Gimpera, que veía a España como "supernacionalidad en la que caben todas las nacionalidades"-, pero también de Estado español, de Estado plurinacional. Tanta abundancia de voces y sintagmas para designar al otro indica que la secular cuestión catalano / española es ardua de comprender y, a no ser por medio de metáforas y anfibología, difícil de tratar. Sólo Carod-Rovira lo tiene claro: cada nación un Estado: España el suyo, Cataluña el propio.
Pero esa no es la posición mayoritaria. No lo es política ni, por ahora, sentimentalmente. De la mayoría de los discursos pronunciados se deriva otra impresión: Cataluña, nos dicen, aspira a un lugar propio en el conjunto de un Estado plurinacional. ¿Cuánto de plurinacional? De momento, naciones son también Galicia y Euskadi. ¿Nadie más? Sí, nos informaba Maragall en un artículo reciente: Andalucía estuvo en un tris de serlo. Y, "vamos a ver, ¿qué ocurre con las antiguas coronas o partes de la Corona de Aragón que comparten con Catalunya las cuatro barras en su bandera?", se preguntaba en el mismo artículo. Pues que son serias candidatas a la nacionalidad histórica. Y, en efecto, si Arán es una "realidad nacional", ¿por qué no habrían de serlo Valencia y Las Islas, cuatribarradas, como Aragón? Todo, en este mundo de las naciones, es cuestión de voluntad y de saber contar una historia.
Con tantas realidades nacionales, Estado plurinacional no podrá ser otra cosa que Estado confederal. Más vale llamarlo por su nombre, plantearlo de frente y abandonar la confusa fraseología que nos inunda desde las emociones catalanas. Lo que pasa es que como en Madrid hay una oposición intratable y un Gobierno que abre ventanas con la misma diligencia que cierra la boca, pareció más confortable ir de las orillas del mar al centro de la meseta, por ver si entretanto las aguas se encalmaban: estupenda fórmula para que la larga ceremonia de la confusión culminada en la apoteosis del 30 de septiembre encuentre su prolongación en el abrazo de todas las Españas por fin realizadas como Estado plurinacional / confederal. Aunque nadie sepa qué himno cantar y haya que guardar, todos de pie, un minuto de silencio.
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