Género chico
Museos, bibliotecas e incluso auditorios y teatros han ido acomodando sus edificios y los programas que albergan a unos tiempos de "cultura al alcance de todos". La ópera, en cambio, conserva todavía su aura distante, en parte de espectáculo para entendidos y en parte de acto social de la clase acomodada; tal vez por eso sea tan difícil "democratizar" su imagen a través de la arquitectura. Además, hay pocos tipos de edificios que levanten pasiones tan encendidas, dignas de los libretos de las obras que en ellos se representan. Detrás de la ópera más famosa del siglo XX, la de Utzon en Sidney, hay una crónica apasionante de desafíos constructivos y desencuentros políticos que desembocaron en la renuncia de su autor a concluir las obras; con todo, se convirtió en un hito, en el símbolo de todo un país y en un extraordinario ejemplo de arquitectura que logra reconciliar pasado, presente y futuro. Mucho más reciente, el caso de la Ópera de Cardiff parece confirmar que la historia de los teatros de ópera está llena de tintes dramáticos, o al menos polémicos.
Cuando en 1994 ganó el concurso internacional de la Ópera de Gales, la iraquí Zaha Hadid contaba con escasa obra construida y aquélla era su primera ocasión de materializar un gran edificio desde el punto de vista de su escala, usos y presencia urbana, ya que se levantaría frente a la bahía de Cardiff. Intrigas políticas, desconfianzas respecto a la capacidad de la ganadora para llevar a cabo el proyecto (y convencimiento de que sí podrían hacerlo otras firmas que participaron en el concurso), críticas de los sectores más conservadores por el atrevimiento formal de la propuesta, todo ello convenientemente aireado y agrandado por la prensa, acabaron arrebatando a Hadid la oportunidad de construirlo. En su lugar y en el mismo emplazamiento se ha levantado un paquebote sinfónico diseñado por el galés Jonathan Adams, antiguo colaborador de Will Alsop y ahora miembro de Capita Percy Thomas, el estudio responsable de la obra. Rebautizado como Wales Millennium Center e inaugurado el 26 de noviembre de 2004, el edificio alberga un teatro para 1.900 espectadores y está dotado con los últimos adelantos técnicos. Aunque no se ha escatimado en la incorporación de materiales autóctonos, como la pizarra, y de referencias culturales propias, como la inscripción en galés e inglés de la poeta Gwyneth Lewis en la fachada, el resultado es una construcción de apariencia tan costosa como aparatosa, junto a la que Richard Rogers termina otra institución de factura más liviana, la Asamblea Nacional de Gales, con la que esta ópera competirá por ser el icono de Cardiff.
En un enclave igualmente
portuario pero más hermoso se encuentra la Ópera de Copenhague, obra de Henning Larsen inaugurada a principios de este año. En el concurso para su diseño hubo una participación masiva y un buen número de primeras firmas, pero ganó un arquitecto local y veterano con una propuesta recatada en su sobriedad material y formal, así como en su voluntad de no destacar en el entorno, un área de viejos muelles que se está transformando con viviendas y otras actividades. Precisamente para adaptarse a la escala del vecindario se entierra parte del programa del edificio, concebido como una caja -de la que sobresale el foyer acristalado y curvo- "que flota" entre dos planos horizontales: una plataforma pétrea y una delgada cubierta. Por encima de ésta -que se prolonga en el frente de la bahía para crear una plaza de entrada- asoma con discreción la torre de telares. En el interior, Larsen ha intentado que convivan una sala conforme a la tradición clásica (en herradura, con palcos y butacas de terciopelo rojo) con unos espacios de estancia y circulación luminosos y de gusto más moderno, conectados por puentes con el auditorio y realzados con relieves en bronce de Per Kirkeby y lámparas de Olafur Eliasson. El resultado de este proyecto, cuya silueta inevitablemente recuerda la del centro de congresos de Nouvel en Lucerna -que curiosamente parece inspirar también la ópera de Norman Foster para Dallas-, lo resume un buen conocedor de la obra de Larsen, el historiador y crítico William Curtis, quien afirma que se trata de uno de los encargos más prestigiosos del arquitecto, pero no de una de sus obras mejor resueltas.
Frente a la contención escandinava, fuegos de artificio mediterráneos. El día 8 de octubre Santiago Calatrava inaugura un gigantesco Palacio de las Artes, que junto con el Museo de las Ciencias, el Planetario (o Hemisfèric) y el Parque Oceanográfico completa el conjunto de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia. En su tierra natal, el arquitecto e ingeniero ha llevado al paroxismo su tendencia a la monumentalidad y su inconfundible vocabulario plástico. Los promotores del edificio -donde se acomodan cuatro salas que permiten todo tipo de montajes operísticos, sinfónicos, de danza y teatro- resaltan su condición de símbolo paisajístico y lo califican de "majestuoso". Rodeado como está de altos bloques residenciales, no hay duda de que ofrece (con el acompañamiento de las restantes piezas del complejo cultural y de ocio) un contrapunto a la banalidad del entorno; pero es un contraste violento. Y su grandeza reside en la escala antes que en lo armonioso de su composición o en la delicadeza de sus líneas.
La indiferencia displicente o el desacuerdo moderado que suscitan estas arquitecturas líricas modernas no tiene nada que ver con la feroz oposición que ha encontrado Mario Botta en su proyecto de remodelación de La Scala de Milán, probablemente la más famosa de las óperas, obra de Giuseppe Piermarini. La falta de transparencia de las autoridades municipales respecto al proyecto y la marcha de las obras caldeó un ambiente que se tornó incendiario en la solemne reapertura del edificio con el mismo programa que lo había inaugurado en 1778: L' Europa riconosciuta, de Salieri. La polémica intervención del arquitecto suizo ha supuesto la desaparición del escenario y la maquinaria en parte original y en parte construidos en la década de 1930 por el ingeniero Luigi Lorenzo Secchi, director técnico del teatro durante cincuenta años; la demolición de la Piccola Scala, una sala para 600 espectadores realizada en 1955 por el arquitecto milanés Paolo Portaluppi con el ingeniero Marcello Zavellini Rossi, que había servido para producciones especiales y se había cerrado en 1983, invadido parte de su espacio por las taquillas; y el añadido de dos nuevos volúmenes: la torre de telares y otra más reducida y elíptica para oficinas, que alteran radicalmente la unidad del conjunto, a pesar de las restauraciones minuciosas de la fachada y la sala. Botta dice que la arquitectura es el arte de lo posible y que él ha hecho viable la supervivencia de un teatro en decadencia, señalando además que la superposición es el único camino para garantizar la vitalidad de las ciudades históricas. Sus muchos detractores piensan que su paso por Milán ha sido como el de un elefante por una cacharrería, y que lo único que ha dejado son prótesis burdas.
El tipo de drama que simpli-
fica los argumentos de la zarzuela, acorta sus tiempos de representación y aligera su música para tornarse más intrascendente se conoce como "género chico"; tal vez no sería muy descabellado usar esta denominación para describir el actual momento de la arquitectura de los teatros líricos, en cuyo horizonte aparecen obras y proyectos como los de Paul Andreu en Pekín, Zaha Hadid en otra ciudad china, Guangzhou, Snohetta en Oslo, Nouvel en Taichung (Taiwan) o Dominique Perrault en San Petersburgo, donde llevará a cabo la ampliación y remodelación del Teatro Mariinsky. De que la ópera consiga cautivar a un público más amplio y de que aumente la demanda de edificios específicos para su representación dependerá también la altura que alcance este género arquitectónico en el siglo XXI.
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