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PALOS DE CIEGO | COLUMNISTAS
Columna
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Últimas noticias: quizá no seamos del todo basura

Javier Cercas

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Me voy con mi hijo a ver Sharkboy y Lavagirl, una película de Robert Rodríguez que trata sobre la insultante habilidad con que los sueños de los niños acaban domesticando la realidad, y al salir del cine vamos a comer una pizza. Mientras nos la comemos hablamos de la película, de Robert Rodríguez, de los sueños; luego, como de costumbre, mi hijo me habla de sus amigos, sobre todo de los que son mayores que él, y en algún momento, también como de costumbre, me acuerdo de que de niño yo también admiraba mucho a los niños mayores que yo, y por primera vez se me ocurre que en realidad eso les pasa a todos los niños. Me pregunto en voz alta por qué. "Muy fácil", contesta mi hijo con la boca llena de pizza. "Admiramos tanto a los mayores porque creemos que nunca llegaremos a ser como ellos". La frase me parece tan inteligente que de golpe me digo con incredulidad que, sin que yo me haya dado cuenta, mi hijo ha dejado de ser un niño; luego me tranquilizo diciéndome que mi hijo sigue siendo un niño, sólo que los niños también dicen cosas inteligentes: basta con saber escucharlas; luego vuelvo a intranquilizarme con el pensamiento de que no soy un buen escuchador, sobre todo un buen escuchador de mi hijo; luego pago la pizza y nos vamos.

Esa misma noche descubro que, a pesar de ser un niño, mi hijo es tan inteligente como Elías Canetti. Lo descubro mientras duerme (mi hijo, no Canetti) y yo leo los Apuntes para Marie-Louise, un libro de 1942 recién publicado en Alemania. Allí se lee: "Ha conservado una profunda veneración por la gente mayor: admira de ellos cada año que él no ha podido vivir. Adora a los niños: son para él santos cada año que él no podrá vivir". Así es: admiramos a los viejos porque nunca podremos vivir lo que han vivido ellos, y admiramos a los niños porque nunca podremos vivir lo que ellos vivirán. Los niños admiran casi sólo a los mayores; los viejos, casi sólo a los niños. Pero los adultos admiramos por igual a los viejos y a los niños. En eso consiste el drama de ser un adulto: en admirar absolutamente a todo el mundo, incluida la mayoría de los adultos, sin dejar por ello de pelear a muerte para tratar de conservar un mínimo de amor propio. Levanto la vista del libro, miro la noche en la ventana, pienso en mi hijo, devuelvo la vista al libro, paso sus páginas al azar, leo: "Infravaloramos la sensibilidad de un hombre con quien podemos hablar en cualquier momento". Entonces entiendo que si esta tarde me ha sorprendido que mi hijo tuviera una idea digna de un aforismo de Canetti no es porque fuera un niño, sino porque era mi hijo, porque no sólo infravaloramos la sensibilidad de las personas con quienes podemos hablar en cualquier momento, sino también su inteligencia y su talento: dado que nuestro ínfimo amor propio de adultos nos obliga a considerarnos basura, no podemos evitar considerar íntimamente basura a cuantos están a nuestro lado (y por eso los escuchamos tan mal, o no los escuchamos). Por supuesto, lo negamos, pero íntimamente sabemos que es así. Algunos ni siquiera lo niegan. Recuerdo que cuando concedieron el Nobel a García Márquez le preguntaron a un señor que vivía cerca de él qué opinaba del premio. "Me alegro", dijo. "¿Pero cómo va a ser un buen escritor, si es vecino mío?". Y también me acuerdo de algo que escribió Cioran en su diario, cuando ya era viejo y sólo admiraba a los niños: "Repartimos nuestros libros entre nuestros amigos, ponemos dedicatorias afectuosas en ellos; creemos que van a leernos, que se apiadarán de nosotros o nos admirarán. Son errores. Lo único que habremos hecho es excitar su malhumor. En una palabra, ejemplares sacrificados (…). No obstante, en alguna parte un desconocido nos leerá religiosamente y esperará años antes de dirigirse a nosotros". En ese momento descubro que mi hijo es más inteligente que Cioran. Porque está claro que Cioran, que era casi tan buen aforista como Canetti, no recuperó ni siquiera de viejo el amor propio de la infancia: dado que en su fuero interno se consideraba basura y, en consecuencia, nunca leyó con interés los libros de sus amigos, nunca pensó que sus amigos fueran a leer los suyos con interés. Cioran siempre se creyó un pesimista feroz, pero por desgracia no basta con creerse un pesimista feroz para tener razón: en el fondo, su idea es petulante, porque la verdad es que sólo los amigos y los que están más cerca, y cuya sensibilidad y talento e inteligencia infravaloramos, leerán nuestros libros y se apiadarán de nosotros y quizá alguna vez nos admiren, y que nunca ningún desconocido nos leerá religiosamente. Ésa es la realidad del común de los escritores, del común de los mortales. Lo sabe cualquier niño, y por eso los niños nunca dejan de hablar con admiración de sus amigos. Increíblemente, no se consideran basura y, por tanto, no consideran basura a sus amigos ni a aquellos con quienes pueden hablar en cualquier momento, empezando por quienes les llevan al cine y a comer pizza. Eso es lo que piensan los niños, aunque en realidad no sean tan buenos aforistas como Cioran y Canetti. O tal vez es lo que sueñan. Es verdad que sus sueños son casi siempre nuestras pesadillas, pero también es verdad que los sueños de los niños tienen una insultante habilidad para domesticar la realidad. Incluso en las películas de Robert Rodríguez.

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