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Columna
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Tribu en fiestas

Cabezudos, gigantes, sardanas, castells, dragones, diablos, toque de campanas, exposiciones, grupos musicales, pasacalles, fuegos artificiales, concursos... Barcelona, estos días, es un pueblo cualquiera, con todos sus tópicos a la vista. No es necesario explicarlo: la festa major concentra una estética universalmente conocida... en Cataluña. En esos días especiales, los buenos barceloneses comen butifarra, compran tortell, beben en porrón, bailan sardanas y enseñan a sus hijos cómo santifican las fiestas los catalanes de bien. Se enganchan como pueden a una media sonrisa: el catalán nunca sonríe del todo, demasiado esfuerzo. El fin es que el año próximo, en las mismas fechas, el ritual se repita con matemática y ñoña exactitud, como el año anterior. In aeternum, amén.

Dicen que ésta es la tradición, palabra que evoca hechos inmemoriales, viejas leyendas. Y existe la creencia de que estas fiestas se pueden llamar populares porque se hace lo que al pueblo le gusta. De ahí a considerar que estas fiestas expresan cómo somos, sólo hay un paso. ¡Ah, la identidad, la tribu! ¿Somos puro folclor?

Sóc la Mercè dicen carteles, anuncios y camisetas que ha inventado el Ayuntamiento: es una orden, amigos. Pagamos por eso. Claro que las autoridades no quieren otra cosa que nuestro bien: ellos son los primeros convencidos de que no hay otra diversión posible y de que la estética de festa major nos define, más allá de Juegos Olímpicos, modernidades y Fórums. Si bien tanto los Juegos como el Fórum han dejado su impronta en otro de los lemas de este año: La festa de la participació. ¿Es necesario recordar eso cuando la gente disfruta con lo que hace?

En nuestro caso barcelonés -según explica la web municipal-, las fiestas de la Mercè las inventó Francesc Cambó en 1902 con la ambición de crear un modelo de fiesta popular válido para toda Cataluña, como así sucedió -a trancas y barrancas, que la cosa nunca estuvo muy clara- hasta la Guerra Civil. "Démosle una alegría al pueblo", debió de pensar el prócer, conocido por su exquisito gusto artístico, "construyámosle una estética festiva adaptada a su idiosincrasia y llevémosle por el camino adecuado a su condición". Así parece comenzar esta fábula.

Sólo faltaba, pues, que el franquismo viera fantasmas en los inocentes festejos para que los demócratas, con la mayor buena fe, sin duda, se apresuraran a entronizarlos como referencia única de cómo al pueblo barcelonés le gusta divertirse. Así que hoy, con nuestra gran festa major, culminamos aquel sueño de Cambó, un gran burgués paternalista, consciente de la diferencia entre la estética exquisita y la estética pedagógica, socialmente recomendable. En esa línea, el recinto del Fórum acoge hoy todo atisbo de incomodidad de última hora: los jóvenes ruidosos y malditos, contemporáneos, han encontrado allí su zoológico particular, bien controlados.

Ése es el modelo de fiesta que ha cuajado y que se materializa, como un fenómeno de feria nostálgica, en pleno siglo XXI. Una rareza. El barcelonés pueblerino e ingenuo de las fiestas desmiente hábilmente su condición de estresado perpetuo y se convierte en espectáculo turístico, incluso para sí mismo. Vale la pena verlo: el tiempo detenido en una foto fija de un pasado que no existió. Folclor ritual subvencionado: eso es la fiesta ahora. Un punto de nostalgia ingenua por parte de todos: nadie se opone a la condescendencia con nosotros mismos. Y alguna ventaja adicional: el metro cierra más tarde, museos gratis, el Estatut y todo lo demás queda para mañana.

Mañana, lunes, Barcelona dejará su almidonado vestido, volverá a saber que el mundo está donde estaba y, si hay suerte -las fiestas nunca se critican-, algún valiente propondrá imaginar otras formas de divertirse sin subvención incorporada. El folclor tiene mucho más futuro convertido, sin excusas, en espléndido espectáculo.

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