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Buenas y malas noticias

La pasada semana deparó a la inmensa mayoría de la opinión informada en Cataluña dos noticias francamente alentadoras. Una, procedente de California y aureolada de modernidad tecnológica, fue el reconocimiento a la cultura catalana del dominio .cat en Internet. La otra, fechada en Madrid y amarillenta como el papel viejo, fue la aprobación por el Congreso de la ley que devolverá a la Generalitat sus documentos incautados en 1939 y retenidos desde entonces en Salamanca, permitiendo también a entidades y particulares víctimas del mismo expolio instar idéntica restitución.

Por lo que se refiere a este segundo asunto, la nítida votación de los diputados -193 contra 134- no cierra aún el interminable pleito, pues falta al menos la votación del Senado; pero subraya a posteriori la ridícula arrogancia del patronato del archivo salmantino y de la entonces ministra Pilar del Castillo cuando, en julio y septiembre de 2002, declararon enfáticamente que la cuestión estaba zanjada. No lo estaba y, aunque hayan tenido que pasar 67 años desde el robo, 30 desde la muerte del déspota que lo inspiró y 27 desde las primeras reclamaciones, por fin la hora de la reparación patrimonial, moral y simbólica parece inminente. Se comprende, así, la satisfacción anticipada del Departamento de Cultura, de las fuerzas políticas catalanas -Josep Piqué, curiosamente, ha permanecido mudo-, de la Comissió de la Dignitat y de todos cuantos, a lo largo de tanto tiempo, sostuvieron la demanda de los papeles. Satisfacción que comparto, tamizada sólo por la inquietud que me causa la capacidad maniobrera e intoxicadora del PP, capaz incluso de montar un remedo helmántico del Dos de Mayo para impedir la devolución.

Es justamente ahí, en las reacciones inmediatas del Partido Popular, donde se halla a mi juicio el contrapunto negativo a la esperanzadora votación del Congreso. Un contrapunto muy grave porque, si los papeles de Salamanca son importantes, la memoria colectiva, la convivencia entre comunidades y la paz civil lo son todavía más. Pero algunos políticos juegan con ellas como quien hace malabarismos con nitroglicerina. Por ejemplo, el señor Fernando Rodríguez, portavoz del PP en el Ayuntamiento de Salamanca, para quien la devolución "pone patrimonio de Castilla y León y de los españoles en manos de quienes se sienten más cercanos a los terroristas de ETA que a los españoles". "Se ha dado un paso más", añadió el munícipe, "en la claudicación y humillación del Estado frente a los que quieren destruirlo".

Pase que, a fuerza de leer y escuchar cada día a Pío Moa, César Vidal y compañía, la derecha española haya acabado olvidando quién y cuándo desencadenó la Guerra Civil, cómo se desarrolló ésta y de qué modo llegaron a Salamanca los más tarde famosos papeles. Pase incluso que, en un ejemplo de manipulación mediática y de diabolización del adversario dignas de la escuela de Joseph Goebbels, esa derecha haya convertido a Esquerra Republicana en la secuestradora del Gobierno de Rodríguez Zapatero, en el siniestro deus ex machina de todos los males patrios, desde la balcanización de España al aumento del recibo de la luz. Pero si criminalizar y tachar de filoterroristas por razones puramente ideológicas a 652.000 ciudadanos -los que votaron a ERC en marzo de 2004- ya resulta gravísimo, peor aún es extender la imputación al conjunto de los habitantes de un territorio. Porque eso es lo que dijo el regidor popular antes citado: que los controvertidos legajos pasarían "a manos de quienes se sienten más cercanos a los terroristas de ETA que a los españoles". Y bien, puesto que el destino previsto para los documentos restituidos no es ni el domicilio de Carod Rovira ni la sede de Esquerra, sino el Arxiu Nacional de Sant Cugat, se deduce que los supuestos antiespañoles y amigos de ETA somos los ciudadanos de Cataluña en general.

Alguien pensará que estoy extrapolando las palabras de un político local a quien se le calentó la boca, pero es mucho más cierto lo contrario: que el concejal salmantino verbalizó de modo algo burdo un mensaje de fondo que viene creciendo en el seno del PP desde los tiempos del aznarato, y que se ha agudizado a partir del paso a la oposición: el de la Cataluña desleal, refractaria, peligrosa, obstáculo identitario y político a los grandes designios de Aznar y sucesores. Recuerden la confesión de Ana Botella a propósito del 14-M de 2004: "Cuando nos dieron la cifra de participación en Cataluña, supe que perdíamos las elecciones". Recuerden el lapsus de Esperanza Aguirre: Endesa puede marcharse "fuera del territorio nacional".

Con más empaque intelectual que el concejal Rodríguez, la teniente de alcalde Botella o la presidenta Aguirre -no en vano se trata del think tank del aznarismo-rajoyismo-, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) propaga esa misma visión de las cosas, priorizando incluso el "problema catalán" sobre su anterior fijación en el "problema vasco". Véase, por ejemplo, la última entrega (número 20, 12/09/2005) de su boletín, Papeles FAES, donde se tacha al nacionalismo catalán -una impostura histórica, por supuesto- de "ideología totalizadora" cuya pretensión es "conseguir una sociedad homogénea y cerrada que condena al exilio aquellas actitudes que no comulgan con ella". Pero lo peor de todo es que, a diferencia de la bipolarización vasca, "el nacionalismo catalán (...) es expresión de la voluntad general (...), se ha convertido en una creencia (...) que no se discute y que no ha encontrado resistencia ni en las élites políticas, ni en las intelectuales, ni en la sociedad civil...". ¡Qué horror! ¡Tantos años denostando a Pujol -Rajoy puede ser amnésico, las hemerotecas no- y ahora resulta que las izquierdas eran tanto o más nacionalistas que él!

Sí, ojalá por Navidad tengamos el dominio .cat operativo y los papeles de Salamanca de vuelta a casa. Me temo que, para una España de veras pluriidentitaria, habrá que esperar algunos siglos más.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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