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La financiación de la sanidad

A estas alturas parece claro que la propuesta gubernamental de financiación parcial del déficit sanitario despierta en todas partes un entusiasmo fácilmente descriptible. No le falta razón al dirigente del PP que ha calificado la propuesta de parche, pretender resolver un déficit de 7.000 millones con una cifra notablemente inferior sólo tiene sentido como expediente transitorio a la espera de ir a la cuestión: el fracaso del actual sistema de financiación autonómica y la necesidad de hacer en el mismo una revisión a fondo. No obstante la propuesta es interesante porque el problema del déficit sanitario pone sobre la mesa una serie de problemas que han recibido escasa atención pública, aunque por su entidad la merecen.

El primero de ello es el crecimiento de gasto sanitario. Ese crecimiento no se debe ciertamente a los gastos de personal, de hecho si exceptuamos a las comunidades forales todas las Comunidades han seguido una orientación similar: congelar el gasto aun al precio de disminuir las retribuciones reales del personal, recurrir a contratos-basura para cubrir las vacantes (que se convocan con cuentagotas o no se convocan en absoluto), y procurar la sustitución del personal de alta y media cualificación por otro de menor preparación, obviamente peor pagado. Que esa política a la larga conduzca al deterioro del sistema y suponga que España financie la sanidad pública italiana, británica o portuguesa formando su personal cualificado parece no importar en exceso. El crecimiento se debe al incremento de demanda de servicios sanitarios debida en esencia a tres factores: la propia mejora de los servicios, las causas demográficas y el gasto farmacéutico barroco. Si el último es políticamente controlable si hubiere voluntad política para ello los otros dos no lo son.

Pero el aumento del gasto es sólo una parte de la cuestión, la otra parte es la subfinanciación. España tiene un gasto sanitario del orden de un veinte por ciento menor que la media de la UE, medido en términos de PIB. Naturalmente la combinación de una demanda de servicios alcista y unos recursos bajos y prácticamente congelados no se pueden sostener eternamente. O bien se limitan las prestaciones, o bien se aumenta el gasto, no hay más. Por eso quienes defienden la congelación del gasto, sean conscientes de ello o no, están optando por la limitación de los servicios y/o la degradación de los mismos a favor de una sanidad dual: pública para pobres, privada para los demás. Modelo que, por cierto, es mucho más caro en términos de PIB y, además, mucho menos eficiente en términos de salud pública, como muestra paladinamente el caso USA. Si se desea mantener saludable el sistema nacional de salud la vía de solución es clara: el gasto sanitario debe aumentar, y para ello el sistema de financiación debe ser modificado para que eso sea posible.

Con lo que llegamos a la cuestión clave: los ingresos, esto es, los impuestos. Como la gratuidad sólo existe en el reino de Jauja, y no habitamos tan simpático lugar, la financiación sólo puede provenir por vía fiscal, toda vez que el copago, además de ser socialmente regresivo, no es precisamente eficiente en términos económicos. Vía fiscal significa impuestos, a pagar hoy mediante el incremento de la presión fiscal, o a pagar mañana mediante el déficit y la correspondiente deuda que, a su vez, requerirá de impuestos. Naturalmente ello choca con la doctrina oficial del PP: equilibrio en las cuentas, nada de déficit, reducción de impuestos, pero también choca con el programa electoral del PSOE: mantener la presión fiscal, no subir los impuestos. Con lo cual la realidad va a obligar a unos y otros a afrontar sus contradicciones: a los primeros les va a obligar a optar entre desdecirse y confesar abiertamente que no están por la mejora del sistema de salud, cosa que a medio plazo es políticamente suicida, con lo que a la postre el PP seguirá haciendo en la oposición lo que ya hacía en el poder: decir una cosa -bajar impuestos- y hacer otra, esto es subirlos, por eso el señor Aznar dejó un Estado apreciablemente mayor que el que heredó del sr. González. A los segundos les va a llegar la hora de desdecirse, la crítica, frecuente en medios socialistas a principios de 2004, de que la propuesta de aumentar las políticas sociales sin hacer lo propio con los impuestos era inviable está siendo confirmada por la realidad. Como era previsible.

Otra cosa es si hay margen. En términos políticos lo hay: una de las constantes en nuestra cultura política es que la mayoría de los ciudadanos contesta afirmativamente a la pregunta de si está dispuesta a pagar mayores impuestos a cambio de mayores y mejores servicios, y, además, es especialmente sensible precisamente a los servicios de sanidad. En términos económicos también lo hay: la presión fiscal española se sitúa en la banda inferior de los países de la UE, entre otras razones porque nuestro gasto social también es muy inferior a la media. Otra cosa es qué tipo de impuestos se van a subir y cómo, y, en consecuencia, quién los va a pagar. Reaparece así la dualidad de políticas fiscales: o Robin Hood o el sherif de Nottingham. Tertium non datur. Y no está de más señalar que, hoy por hoy, la propuesta del parche está más cerca del segundo que del primero.

Manuel Martínez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.

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