El naufragio
Cuando el 26 de junio de 1945 se adopta en San Francisco la Carta de las Naciones Unidas, un problema domina la geopolítica mundial: cómo garantizar la seguridad colectiva amenazada por el ya iniciado enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El objetivo de la Carta es imponer la renuncia a la guerra para resolver los conflictos entre los Estados. El fracaso de la Sociedad de Naciones Unidas lleva a concebir una estructura que, más allá de la función de ámbito de debate entre los Estados, tenga capacidades de gestión de la comunidad internacional de acuerdo con los principios proclamados en la Carta. A dicho efecto se crea la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyo 60º aniversario estamos celebrando y que se quiere que sea la ocasión de una profunda reforma de la misma, pues sus múltiples disfunciones, y la quiebra del sistema que instaura, derivan de una contradicción básica: confiar a los Estados causantes de las guerras, las transgresiones de los derechos humanos y la explotación de los más débiles la responsabilidad de que eso no ocurra. Es más, el énfasis en la exaltación de los derechos humanos y en la defensa de los valores democráticos coincide en el otorgamiento de las mismas facultades a los países democráticos que a los totalitarios.
Una lectura permisiva de los valores de la ONU es la que explica las intervenciones militares de la URSS en Hungría, Checoslovaquia, Afganistán, y de EE UU en Cuba, Nicaragua, Granada o Panamá, sin consecuencia alguna para las dos potencias agresoras. Esta arbitraria permisividad, ligada al poder de los Estados, ha encontrado en la llamada guerra contra el terrorismo, promovida por Bush y secundada por casi todos los gobiernos, la legitimación institucional de un estado de excepción jurídico, de ámbito mundial y condición permanente, que permite cualquier actuación de los grandes detentadores del poder. Porque las Naciones Unidas son un espacio más en el que la política ha sido sustituida por la cratología, por las luchas de poder. Éstas se han concentrado sobre todo en el órgano ejecutivo por antonomasia, el Consejo de Seguridad, su composición y competencias. Es lamentable comprobar que todo el debate en torno a la reforma de las Naciones Unidas se centra en la modificación del Consejo de Seguridad (cuántos miembros en total, y de ellos, cuántos permanentes, y cuáles con el derecho de veto) y de sus relaciones con la Asamblea General.
Hace ya muchos meses que se han movilizado los grandes países que no disfrutan todavía de la condición de permanente para acceder a dicho status echando mano de todos sus lobbies. La creación del grupo G-4, del que forman parte Alemania, Japón, Brasil e India, aspirantes a devenir miembros permanentes, ha hecho saber que están dispuestos a esperar 15 años para obtener el derecho de veto con tal de que puedan incorporarse ya desde ahora al núcleo de los miembros permanentes. Lo más sorprendente de esta operación es que sus protagonistas se cubren del velo democrático, obstinándose en ignorar que el Consejo es una estructura oligocrática, que otorga a sus miembros un estatuto privilegiado cuya naturaleza no varía aunque se aumente en 5 o en 15 el número de los mismos.
El Consejo, en porfía permanente con la Asamblea, ha ido conquistando, durante los años setenta, nuevos espacios de poder, confirmando el oligocratismo de la organización y vedando el acceso al mismo a los países del Tercer Mundo, que no cuentan con un solo miembro permanente a pesar de que sean mayoritarios en la Asamblea. Pero lo más desconsolador es que los países en desarrollo, que forman parte del Consejo por el sistema de rotación, hayan aceptado por interés o por debilidad las propuestas de los grandes países, lo que ha tenido como resultado que en las 628 resoluciones adoptadas en la década de los noventa, sólo se hayan generado un voto negativo y nueve abstenciones. La explotación mediática de las irregularidades del programa Petroleo por Alimentos y el nombramiento de John Bolton -"si las Naciones Unidas perdieran 10 pisos nadie lo notaría"- como embajador de EE UU con su oposición a toda medida que aumente la autonomía de la organización hacen más difícil cualquier reforma.
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